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miércoles, 22 de marzo de 2017

Una puerta que olvidamos cerrar

I

Al principio no sabíamos qué hacer con tanta inmediatez. Exilio, destierro, lo que fuera. Diáspora, decían; pero a la vez nacimiento. Teníamos el mundo en un ordenador. Larga distancia: redundancia. Nos aguardaban aquellas voces que extrañábamos, y también las que nunca habíamos escuchado. Unos dígitos, un pulsar nervioso, y ocurría el milagro. Eso sin contar el directorio que crecía en nuestro nicho virtual; sumábamos direcciones y nombres apetecibles, incluyendo adversarios, aliados que aún no habían renovado sus pactos, futuros enemigos. Era asombrosa la celeridad de los registros. ¡Se estaban yendo todos! Y cada vez crecía más la noción de un país paralelo (el país posible) que sustituyera nuestro fracaso terrenal. El dedo titubeaba, pero siempre vencía la curiosidad. A veces respondía algún dómine, otras veces los discípulos. Teléfono, correo electrónico, emisiones, irradiaciones. Describíamos el fragmento de patria que habíamos inventado para sobrevivir, y las coincidencias eran perfectamente risibles, en el mejor sentido de la palabra. Lo más sorprendente resultaba, de nuevo, la inmediatez. Antes, cuando teníamos país, era trabajoso reunirse y fraguar alianzas estéticas. Una alianza estética tenía que ser una conspiración política. Pero ahora podemos (de ser necesario) recopilar firmas y lograr adhesiones desde cualquier confín. Sin embargo, nos hemos acostumbrado a la idea; inventamos pretextos para no actualizar los directorios, la indolencia aparece cada mañana en el espejo, y volvemos al destierro original: el monólogo. La idea de la proximidad se adormece en nuestra conciencia. Podemos decir: “será mañana” sin remordimientos. La comunicación se ha convertido en otro deber, algo que cumplimos una vez al año: diplomacia, astucia.

II

   Antes de salir palpamos la maleta. La abrimos y la revisamos con desconfianza. Siempre se queda algo: sobre la mesa, sobre la cama. O si no, una puerta sin el cerrojo corrido. Cuando andamos por otras ciudades nos acompaña un sobresalto inexplicable, el mismo que nos hace escudriñar maletas y volver sobre nuestros pasos. Si será exilio o destierro, o viaje temporal: algo falta. Hace unos meses logramos reunirnos varios amigos. Yo disimulaba mi regocijo como podía. Este oficio de rescatar términos. “Reunión”, por ejemplo. Una ciudad tan vilipendiada, (defenderla es de mal gusto, me dicen) y que sirve como punto de confluencias… ¿Otra contradicción más retórica que verificable? Nos habíamos citado, para hablar y evocar, y yo disimulando mi deleite, porque comprobaba que “reunirnos” era derrotar a los hados que antes nos convirtieron en piezas intercambiables. El tablero que dispuso alguna tiranía. Debíamos estar dando testimonio en otro lugar, cada cual puliendo su monólogo, y no era así. Esa noche nos reíamos del maleficio. Aquella cita era circunstancial, marcada por la brevedad… Quizás le pasamos por encima a cosas esenciales, pero juro que durante un par de horas la tiranía cedió y fue menos opresiva. Sabiendo que no alcanzaría el tiempo, dejé varias preguntas para la otra ocasión, quién sabe cuándo. “No es saludable agotar la agenda del reencuentro”, me dictaba la voz del juicio. Siguiendo el ritual, descuidamos el equipaje, olvidamos asegurar las ventanas. No importa dónde estemos, nos obligamos a dejar cosas pendientes, como pretexto para deshacer las maletas, aunque tengamos la certeza de que nada falta. Por mucha placidez que ostentemos, seguiremos despertando con sobresalto, creyendo haber escuchado el batir de una puerta, tarde en la noche, una puerta que olvidamos cerrar.

                                                                 (Para Félix Luis Viera)

© Manuel Sosa

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