I
Al principio no sabíamos qué hacer con tanta
inmediatez. Exilio, destierro, lo que fuera. Diáspora, decían; pero a la vez
nacimiento. Teníamos el mundo en un ordenador. Larga distancia: redundancia.
Nos aguardaban aquellas voces que extrañábamos, y también las que nunca
habíamos escuchado. Unos dígitos, un pulsar nervioso, y ocurría el milagro. Eso
sin contar el directorio que crecía en nuestro nicho virtual; sumábamos direcciones
y nombres apetecibles, incluyendo adversarios, aliados que aún no habían
renovado sus pactos, futuros enemigos. Era asombrosa la celeridad de los
registros. ¡Se estaban yendo todos! Y cada vez crecía más la noción de un país
paralelo (el país posible) que sustituyera nuestro fracaso terrenal. El dedo
titubeaba, pero siempre vencía la curiosidad. A veces respondía algún dómine,
otras veces los discípulos. Teléfono, correo electrónico, emisiones,
irradiaciones. Describíamos el fragmento de patria que habíamos inventado para
sobrevivir, y las coincidencias eran perfectamente risibles, en el mejor
sentido de la palabra. Lo más sorprendente resultaba, de nuevo, la inmediatez.
Antes, cuando teníamos país, era trabajoso reunirse y fraguar alianzas estéticas.
Una alianza estética tenía que ser una conspiración política. Pero ahora
podemos (de ser necesario) recopilar firmas y lograr adhesiones desde cualquier
confín. Sin embargo, nos hemos acostumbrado a la idea; inventamos pretextos
para no actualizar los directorios, la indolencia aparece cada mañana en el
espejo, y volvemos al destierro original: el monólogo. La idea de la proximidad
se adormece en nuestra conciencia. Podemos decir: “será mañana” sin
remordimientos. La comunicación se ha convertido en otro deber, algo que
cumplimos una vez al año: diplomacia, astucia.
II
Antes de
salir palpamos la maleta. La abrimos y la revisamos con desconfianza. Siempre
se queda algo: sobre la mesa, sobre la cama. O si no, una puerta sin el cerrojo
corrido. Cuando andamos por otras ciudades nos acompaña un sobresalto
inexplicable, el mismo que nos hace escudriñar maletas y volver sobre nuestros
pasos. Si será exilio o destierro, o viaje temporal: algo falta. Hace unos
meses logramos reunirnos varios amigos. Yo disimulaba mi regocijo como podía.
Este oficio de rescatar términos. “Reunión”, por ejemplo. Una ciudad tan
vilipendiada, (defenderla es de mal gusto, me dicen) y que sirve como punto de
confluencias… ¿Otra contradicción más retórica que verificable? Nos habíamos
citado, para hablar y evocar, y yo disimulando mi deleite, porque comprobaba
que “reunirnos” era derrotar a los hados que antes nos convirtieron en piezas
intercambiables. El tablero que dispuso alguna tiranía. Debíamos estar dando
testimonio en otro lugar, cada cual puliendo su monólogo, y no era así. Esa
noche nos reíamos del maleficio. Aquella cita era circunstancial, marcada por
la brevedad… Quizás le pasamos por encima a cosas esenciales, pero juro que
durante un par de horas la tiranía cedió y fue menos opresiva. Sabiendo que no
alcanzaría el tiempo, dejé varias preguntas para la otra ocasión, quién sabe
cuándo. “No es saludable agotar la agenda del reencuentro”, me dictaba la voz
del juicio. Siguiendo el ritual, descuidamos el equipaje, olvidamos asegurar
las ventanas. No importa dónde estemos, nos obligamos a dejar cosas pendientes,
como pretexto para deshacer las maletas, aunque tengamos la certeza de que nada
falta. Por mucha placidez que ostentemos, seguiremos despertando con
sobresalto, creyendo haber escuchado el batir de una puerta, tarde en la noche,
una puerta que olvidamos cerrar.
(Para Félix Luis Viera)
© Manuel Sosa
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