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lunes, 27 de marzo de 2017

Escribanos

De una manera u otra, terminamos ejerciendo el oficio más fatal: la escribanía. Y no sólo acudirá el vecindario amable, sino que vendrá el coro enemigo a comisionar trabajos. ¿Reseñas, palabras de catálogo, prefacios? ¿Escribano, traficante de palabras? El término no descalifica tanto como el de "amanuense" (una resemantización lamentable de tan hermosa palabra), sino que enmarca una virtud que no todos podemos materializar: adecuar la expresión a contextos utilitarios, dominar la cizaña del verbo. Parte de la gran literatura ha sido un reto de los autores a sí mismos, aprovechando la inspiración y regándola con toda la técnica (la alevosía) posible. Los lectores, a su vez, han podido lanzar sus propios retos, apostando a que el escriba se enredará con las glosas o los temas peligrosos que les han propuesto, apostando a que el ejecutante terminará diciendo lo que nunca debió, por faltarle el oficio o la virtud.
   Un ejemplo de efectividad lo fue Juana de Asbaje, quien escondía tras sus hábitos la destreza de la pluma. Su manera de jugar sin esforzarse, versos en puro malabarismo, consonantes increíblemente argumentados, demostraba que había nacido para escribir sin necesidad del arrobo poético. Cuando le asistía, su estro no tropezaba con los usuales escollos lexicales. Uno de sus grandes triunfos fue el dominar creíblemente la voz masculina, que asumía sin pretensión ordinaria, y que hubo de sentar útil precedente para la poesía de nuestros tiempos: así, quien habla desde el poema no tiene que ser necesariamente su autor. Todavía leemos sus rimas y olvidamos que son tales, olvidamos que son rimas e imposiciones de la sonoridad.
   ¿Quién no ha jugado con la idea de redactar el texto más inverosímil, sólo por probar las reacciones de la audiencia? ¿Quién no ha negociado un objeto o un gesto usando una epístola que sabemos llegará a convencer al destinatario? Para nosotros, son aquellas becas y unidades militares, el hombre nuevo encerrado en albergues que no contenían su burbujeo hormonal, el recluta en celo que quería romper la gastada fórmula de "espero que al recibo de estas cortas pero cariñosas líneas..." Podíamos ser redactores y consejeros sentimentales, solíamos agenciarnos ciertos favores a cambio de una carta kitsch y eficaz, mezclando algo de filosofía suburbana con frases melodiosas y requiebros elementales. Cada uno de nosotros, en algún lugar, ha ejercido este oficio. Reinaldo Arenas lo hacía en la cárcel. Allá en Sancti Spiritus, la poeta Liudmila Quincoses escribe cartas de amor por encargo. El anuncio de su puerta también advierte que escribe cartas para suicidas. Las autoridades tributarias de la isla aún no se han atrevido a tasar su oficio.
   El escritor, cuando piensa como escribano, aspira a ser renumerado por sus libros. Existieron escribanos sublimes, cuyos personajes les impedían acogerse a un molde. Dumas, que publicaba por entregas, no pudo evitar el llanto cuando tuvo que deshacerse de su mosquetero favorito. “Acabo de matar a Portos”, le confesó a su hijo. Bioy Casares argumentó: “Yo escribí para que me quisieran; en parte para sobornar y, también en parte, para ser víctima de un modo interesante; para levantar un monumento a mi dolor y para convertirlo, por medio de la escritura, en un reclamo persuasivo.”
   La verdadera prueba del escribano consiste en esa capacidad para incursionar en todos los géneros, sin esfuerzo. No poder salir de un formato pudiera ser indicio de estrechez o inoperancia. Quien reproduzca los ritmos adecuados en un endecasílabo, y conciba una espinela rotunda, y construya parlamentos creíbles e historia atractiva, y demuestre una tesis sin perderse en argumentaciones —todo a la misma vez— es un mercenario perfecto. El escribano de mérito sobrevive a la provincia, a la ergástula y la pobreza. Engañando en todas las formas posibles, sin despertar sospechas.
   Pero he aquí entonces el misterio que resulta ser la literatura. Los genios suelen legarnos obras que un preceptista de oficio se hubiera resistido a reconocer como suyas. Los clásicos, gracias a Dios, inventaban su propia preceptiva. Dicho mejor: no sabían escribir. 

© Manuel Sosa

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