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viernes, 10 de marzo de 2017

¿Lennon de quién?

Lo sentaron en un banco de su propio parque en El Vedado, estatua de dimensiones naturales como se acostumbra en estos tiempos, para reconciliarlo con una larga lista de desavenencias, aparentemente resueltas ya por gracia de ese agasajo en bronce. El escultor del proyecto, José Villa Soberón, tuvo que haber sentido una cosquilla especial, siendo su obra el punto más visible de la reciente conciliación entre materia difícil de tratar y cúpula hermética. La segunda, representada por hombres de uniforme y sus asesores culturales, asistió al develamiento. El concepto que se desprendía de todo aquello minimizaba la propia figura del tipo de las gafas, un John Lennon por fin habanero, que lo observaba todo con ojo divertido.
   Y el concepto no podía ser otro que éste: pese a que los capítulos iniciales del Proyecto estaban emborronados por las acciones defensivas de su cúpula, otro latente volumen se estaba escribiendo desde las sombras, con la aparente intención de abjurar de los tropiezos del pasado. Era más fácil reconocer fallas de estructuración que desecharlo todo y ceder el turno a la otra perspectiva, siempre acechante. Una vez encarados y asimilados los temas de la religiosidad, la homosexualidad, cierta disidencia light, qué mejor figura para representar la reconciliación con los tabúes de antaño: la música rock, los ídolos anglosajones, la irreverencia (y la distorsión) que representaban.
   Es sabido que los cubanos que habitualmente logran apartarse del tumulto: intelectuales, profesionales, gentes que trasiegan con la imagen, los de insaciable avidez, son propensos a romper el contexto romanista y sacar a relucir algún pespunte forastero. No tiene que ser un tema, pero sí un título, una cita, un verso donde se mencione algún grupo legendario. No todos saben de lo que hablan o entienden a cabalidad esos epígrafes que encabezan sus cuentos o sus cuadernos, pero sientan bien, cuadran como efecto o vistosidad.
   Si se trata del recurso “Beatles”, la profusión es desconcertante; llega incluso a tocar las almas conservadoras; es la licencia ulterior, donde todas las facciones se ponen de acuerdo. Pudiera compilarse una antología del tema, o más bien, del saqueo del tema y su abaratamiento.
   Se habla siempre del Lennon pacifista, del renovador, del Lennon atravesado en el orden de las cosas.
Lo citan y graban a cincel versos como “You may say I’m a dreamer, but I’m not the only one…” Se acude a sus problemas con el Servicio de Inmigración estadounidense y al hecho de tener un abultado expediente en el edificio Edgar J. Hoover. Porque este Lennon les importa tanto que apartan todo lo demás: su verdadera naturaleza.
   Pese a la larguísima lista de fruslerías, las que cometió porque sí o por inducción de su segunda esposa, no se debe olvidar que John Winston Lennon cambió (ayudado por otros, incluyendo a sus colegas de Liverpool) el curso de la música popular contemporánea. Introdujo con sus letras un escepticismo que superaba al de otros autores de la tradición (el blues es un escepticismo que pasa por lamento) y lo llevó a la otra orilla. O sea, pudo comenzar con palabras tan sintomáticas como "loser" (que tan pegajosa ha resultado a las generaciones musicales posteriores) y terminar en medio del surrealismo más copioso. Lennon sirvió de referencia a cada letrista que quiso ser escuchado sobre los acordes. Sus mejores extravagancias se dieron en el estudio de grabación, captando distorsiones, creándolas, extrayendo lo imposible de una pista, experimentando con la voz y los arreglos, con sonidos ambientales, con ciertos instrumentos que hasta entonces tenían acceso vedado a una producción pop. Poseedor de un genial sentido del humor, lo reflejó en las canciones, en la concepción de los álbumes. Supo contrarrestar la enorme vanidad musical de McCartney (y su desmedido optimismo) y acoger y usar lo mejor de los músicos de fondo que eran Harrison y Ringo Starr.
   Si bien es lugar común citar la influencia de Yoko Ono como causa de sus tropiezos, no está de más reconocer que así mismo fue, al pie de la letra: la japonesa lo deslumbró y lo usó para sus propósitos diletantes. Lennon aceptó su juego, hastiado del fardo beatleriano. La ruptura del grupo ya estaba marcada desde la muerte de Brian Epstein, o quizás desde que comprobaron la imposibilidad de vivir siendo el foco del mundo. La impronta de Yoko le resultó negativa tanto en lo musical como en su propia imagen de hombre inclasificable. Quiero aclarar que Lennon, posiblemente, hubiera varado en la vecindad de ciertas actitudes políticas y estéticas que afloraron con la japonesa, pero las enfatizó hasta la ridiculez gracias a ella. Ejemplos son: Revolution number nine, sus discos iniciales como solista, sus campañas propagandísticas de concepción infantil, su pose desnuda en una cubierta, sus protestas “en cama”, el bagism. Es una lástima que uno de los grandes cínicos de la música moderna haya escrito himnos fáciles como Imagine y Give peace a chance; que el entusiasmo le hiciese concebir álbumes de pésima calidad y marcados por ese diletantismo disfrazado de avant garde.
   Ese es el Lennon que se pretende vindicar en ciertos círculos. Un hombre comprometido con la justicia social, un cantor que daba voz al obrero, un sujeto peligroso para el monopolio y el capital. Ahí no cabe el otro, el desgarrador, el agorero, el fumador de marihuana, el que contradecía a todo lo que oliese a censura y poder; el genio musical cuyas mejores piezas no les son necesarias a la hagiografía populista. Por eso, porque esa primera faceta lo hace utilizable y utilitario, no cabe en una estatua que ocasionalmente es retocada con alambrón (hablo del robo ocasional de gafas, que deben ser sustituidas a cada rato). Por eso no cabe en una figura que representa la única manera en que los comunistas se reconcilian con sus contrarios: esperar a que mueran o que un loco los llene de plomo. 

© Manuel Sosa

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