La mejor antología de Jorge Luis Borges no ha sido
compilada aún. Para tal empeño, se tendrían que atenuar aún más las diferencias
entre los tres géneros que practicara a lo largo de su fecunda vida: el ensayo,
la narrativa breve y la poesía. Y luego, habría que entremezclar esos
afortunados textos de acuerdo a su intensidad o a su significado, rechazando la
cronología u otros criterios filológicos tradicionales. Un ejercicio de
abstracción pudiera llevarnos a la vertiente ideal, donde es posible distinguir
entre montajes y mensajes, y repensar esas diferencias llevadas por Borges al
enervamiento menor.
No creo que
sea difícil hallar un consenso en torno a sus piezas más representativas; o
mejor aún, las piezas que sin afán de representar su credo, le puedan hacer
justicia de escritor. Esa antología pudiera desechar, sin remordimiento alguno,
sus ocasionales composiciones de afán localista, pues el propio autor las
justificaba alegando que se habían escrito por sí solas. Tendríamos un libro
tan lúdicro como los acertijos y las proposiciones del extasiado bibliotecario,
un libro ajeno a todo criterio editorial, intercalando verso y prosa, ficción y
ensayo, aseveraciones y perplejidades. Todo esto para realzar su amor enfermizo
por ciertos temas que son en definitiva Uno: la indagación del Ser.
Borges
sobrevive a las malas traducciones, a las compilaciones que pretenden
satisfacer curiosidades, y a su propia manía de enfatizar y repetirse. Sus
tantas contradicciones se han ido limando al cabo de los años y quedan como
viñetas en su anecdotario, por haber sido su propia personalidad un fértil
vivero donde se entremezclaron lo positivo y lo negativo de la manera más
grácil. Nos empecinamos en recordar sus muchos ejemplos de humildad y en
olvidar los pocos comentarios con que la izquierda liberal (es decir, casi todo
el mundo) clavase su ataúd político. Allí donde hubiere una causa perdida, allí
acudirían los verdaderos hombres; nunca los buscadores de necesidades
históricas o los optimistas que confiasen en las leyes de las probabilidades a
favor de vencer. Su inclusión y preponderancia en el Canon occidental, con todo
y que críticos como Harold Bloom le conozcan en lengua vertida, es muestra del
respeto que su obra genera en un mundo donde todo lo que provenga del
hemisferio austral es visto a través de un prisma paternalista o como efecto de
los intentos por balancear un currículum sobrecargado de primer mundo. Esto es
precisamente lo que hacen las universidades y editoriales de Europa y
Norteamérica, y Borges es una de las pocas excepciones.
El
conocimiento que el argentino hubiese tenido sobre Cuba y su literatura es una
veta que aún necesita explorarse, y sobre la que sólo existen comentarios al
azar y anécdotas no confirmadas. Se especula sobre cuánto pudo leer y apreciar
de esos autores queribles y nuestros que no acaban de cuajar en el Tomo
universal. Hasta qué punto ignoró a Lezama Lima y hasta dónde llevó su desdén
hacia José Martí son parte del magma que desconocemos y presentimos ardiente a
la vez. La feliz circunstancia de que fuese Borges quien primero publicase a
Virgilio Piñera en los medios bonaerenses nos provoca un raro escozor, al poder
constatar cómo la causalidad se redefine cuando une puntos aparentemente
incompatibles. Lo mismo pudiera pensarse del singular hecho que nos tocó
calibrar desde la impotencia de las gradas: el ilustre ciego fue visitado en
los umbrales de su muerte por el poeta y ensayista Fernández Retamar, ave de
rapiña que había presenciado la agonía de Lezama Lima en un salón de hospital
llamado precisamente “Borges”.
De aquella
visita, cuya misión era pedir el consentimiento para publicar una antología
bajo el sello de Casa de las Américas, tampoco se ha escrito lo suficiente. Una
transcripción del diálogo entre Fernández Retamar y Borges, así como ciertos
pormenores de la visita, encabezan el prólogo a Páginas escogidas (1988), escrito por el primero en homenaje al
segundo. La edición cumplía el propósito de informarnos oficialmente de la
existencia de aquel clásico de las letras americanas, quien siempre había
adoptado posturas anticomunistas y a quien Cuba había vedado de cuanta página
se imprimiera con sudor revolucionario. La antología fue una buena carta de
presentación para aquellos que no le conocían, salvando ciertas efusiones que
Retamar no quiso decantar, por ser precisamente un muestrario de todo lo que
podía abarcar el genio borgeano.
Yo prefiero
detenerme en el mencionado prólogo, si acaso para denunciar las torpezas del
propio Retamar a la hora de aprovechar un momento histórico como fue su (único)
encuentro con el escritor más grande de la lengua en aquel entonces. Comenzando
por su insulsa presentación a María Kodama, y luego el uso de fórmulas
alabanceras que poco efecto podrían causar sobre la humildad de sus
anfitriones. También el falso suspenso con que adornase el instante antes de
declararle a su “reaccionario” interlocutor que venía desde Cuba, como si en
Borges levitasen los mismos sistemas de clasificación insulares: blanco o
negro, nunca gris.
Desaprovechó Retamar aquella velada, digan lo que digan, por no haberse
despojado del todo de su levita de funcionario. Su conversación pudo haber
tenido más de indagación que de mecanismos de convencimiento. Un texto más, un
texto menos, en definitiva Borges era infalible a la hora de señalar sus
propios defectos. Como bien dijera el ensayista cubano, con lo que el argentino
desautorizó, cualquier escritor hubiera podido ser feliz. Así, ciertas
preguntas no fueron enunciadas, ciertas reparaciones no fueron esbozadas y la
medianía se impuso por sobre un auténtico intercambio entre quien buscaba
“ciertas” cosas y quien podía ofrecer muchas más.
El hecho de
que un literato nuestro tuviese una audiencia privada con alguien tan
contradictorio, alguien que nunca había dado muestras de admirarnos demasiado,
fue una oportunidad que devino en malabarismo retórico: la ya mencionada y
gratuita adulación, los chistes forzados (cuando Retamar indica la posibilidad
de que un día se hablara de Carlos Borges y Jorge Luis Gardel), los pasajeros y
convenientes ejercicios de memoria (que tanto prefería el argentino, como para
nunca terminar aquella conversación y llevarla por cauces impredecibles), la
mención del pago de honorarios por medio de cuadros y libros (no nos hacía
falta un prólogo en que el afán de minuciosidad llegara a tales extremos), la
ridícula pose de pertenecer al otro bando (los intelectuales progresistas que
son capaces de valorar lo positivo del escritor retrógrado). ¿Qué habría
pensado Borges de semejante emisario, de un resucitador calibanesco que alguna
vez lo acusó de “colonial”? Nunca lo sabremos, como nunca sabremos las
respuestas a las interrogantes que Retamar dejó de formular.
Pese a que
cada quien es responsable de sus desconocimientos e inapetencias, yo le habría
preguntado sobre esas zonas difusas cuya elucidación nos resulta demasiado
fatigosa. ¿Cuánto conocía de nosotros esa selectividad enciclopédica de Borges?
¿Qué tanto nos reconocía como innovadores de la prosodia y la versificación
castellanas (el Martí del Ismaelillo
y el Diario de campaña) o en el
peculiar ensimismamiento que nos hizo reconocibles hasta en los salones
europeos (la obra de Casal), dadas su propia iniciación vanguardista y su
peculiar curiosidad metafísica? ¿Habría soportado una lectura de varias páginas
de Dador o de Motivos de son, sin soltar un sarcasmo? ¿Había tropezado su vanidad
argentina con la vanidad cubana alguna que otra vez? ¿Sabía de nuestros empeños
y nuestras riquezas? ¿A quiénes había leído o examinado, al menos por
curiosidad?
En nuestros
predios literarios, aquella antología de 1988 propició una necesaria ruptura
con el orden lexical existente, que se iniciara como réplica al mal llamado
“coloquialismo” y que terminó asfixiándose en pura retórica post-lezamiana. Su
insuperable combinación de sabiduría y economía demostró que literatura y
metafísica aún podían ser reconciliables. Y los escritores cubanos supimos
aprovecharle para urdir tramas laberínticas, para escribir versos sentenciosos
y para desempolvar los encantos del verdadero ensayo. Nuestros libros se
justificaban (eso creíamos) con aquellos exergos que ubicábamos a la cabecera
de cada capítulo o sección. Sin proclamarle, habíamos dado un nuevo cuerpo a
Borges, pulimentado, preciso en su serenidad. Es uno de nuestros defectos, que
debemos cargar por siempre, ser reflejo y no irradiación. Pese a no haberlo
confesado nunca, el propio Fernández Retamar tuvo a bien el parafrasear el
poema “Remordimiento por cualquier muerte” en su conocido “El otro”, desde la
temprana fecha de 1959, abriendo sendas de las cuales muchos escritores cubanos
no regresarían.
Si
habláramos de una Antología Universal, de un diálogo entre disímiles piezas,
los fragmentos yuxtapuestos que se complementan en una colección de clásicos,
la prodigiosa obra del gran argentino serviría para equilibrar todas las
tendencias que ilustran la historia de la literatura. Borges rescató cada
noción de extrañeza que ya parecía perderse para la modernidad. A los cubanos
nos hizo despertar del letargo oficioso con que esbozábamos cada línea,
fatalidad de perseguir el dictado de los sentidos (el lujo oral sería un buen
ejemplo) sin detenernos en la propia gravidez de las palabras, en sus
significados insospechados. Más que Vallejo, más que Eliot y Neruda, nos tuvo
(y nos tiene) de intérpretes y glosadores, aún saboreando el espesor que suele
ocultarse en la sencillez. Es significativo que su bibliografía activa no ha
dejado de crecer, pero por fortuna la bibliografía pasiva la sigue superando en
más y más volúmenes. La fiebre de Borges, para mal o bien de la literatura
cubana, no ha podido ser desplazada por otra.
© Manuel Sosa
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