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viernes, 24 de marzo de 2017

El caso cubano de Borges

La mejor antología de Jorge Luis Borges no ha sido compilada aún. Para tal empeño, se tendrían que atenuar aún más las diferencias entre los tres géneros que practicara a lo largo de su fecunda vida: el ensayo, la narrativa breve y la poesía. Y luego, habría que entremezclar esos afortunados textos de acuerdo a su intensidad o a su significado, rechazando la cronología u otros criterios filológicos tradicionales. Un ejercicio de abstracción pudiera llevarnos a la vertiente ideal, donde es posible distinguir entre montajes y mensajes, y repensar esas diferencias llevadas por Borges al enervamiento menor.
   No creo que sea difícil hallar un consenso en torno a sus piezas más representativas; o mejor aún, las piezas que sin afán de representar su credo, le puedan hacer justicia de escritor. Esa antología pudiera desechar, sin remordimiento alguno, sus ocasionales composiciones de afán localista, pues el propio autor las justificaba alegando que se habían escrito por sí solas. Tendríamos un libro tan lúdicro como los acertijos y las proposiciones del extasiado bibliotecario, un libro ajeno a todo criterio editorial, intercalando verso y prosa, ficción y ensayo, aseveraciones y perplejidades. Todo esto para realzar su amor enfermizo por ciertos temas que son en definitiva Uno: la indagación del Ser.
   Borges sobrevive a las malas traducciones, a las compilaciones que pretenden satisfacer curiosidades, y a su propia manía de enfatizar y repetirse. Sus tantas contradicciones se han ido limando al cabo de los años y quedan como viñetas en su anecdotario, por haber sido su propia personalidad un fértil vivero donde se entremezclaron lo positivo y lo negativo de la manera más grácil. Nos empecinamos en recordar sus muchos ejemplos de humildad y en olvidar los pocos comentarios con que la izquierda liberal (es decir, casi todo el mundo) clavase su ataúd político. Allí donde hubiere una causa perdida, allí acudirían los verdaderos hombres; nunca los buscadores de necesidades históricas o los optimistas que confiasen en las leyes de las probabilidades a favor de vencer. Su inclusión y preponderancia en el Canon occidental, con todo y que críticos como Harold Bloom le conozcan en lengua vertida, es muestra del respeto que su obra genera en un mundo donde todo lo que provenga del hemisferio austral es visto a través de un prisma paternalista o como efecto de los intentos por balancear un currículum sobrecargado de primer mundo. Esto es precisamente lo que hacen las universidades y editoriales de Europa y Norteamérica, y Borges es una de las pocas excepciones.
   El conocimiento que el argentino hubiese tenido sobre Cuba y su literatura es una veta que aún necesita explorarse, y sobre la que sólo existen comentarios al azar y anécdotas no confirmadas. Se especula sobre cuánto pudo leer y apreciar de esos autores queribles y nuestros que no acaban de cuajar en el Tomo universal. Hasta qué punto ignoró a Lezama Lima y hasta dónde llevó su desdén hacia José Martí son parte del magma que desconocemos y presentimos ardiente a la vez. La feliz circunstancia de que fuese Borges quien primero publicase a Virgilio Piñera en los medios bonaerenses nos provoca un raro escozor, al poder constatar cómo la causalidad se redefine cuando une puntos aparentemente incompatibles. Lo mismo pudiera pensarse del singular hecho que nos tocó calibrar desde la impotencia de las gradas: el ilustre ciego fue visitado en los umbrales de su muerte por el poeta y ensayista Fernández Retamar, ave de rapiña que había presenciado la agonía de Lezama Lima en un salón de hospital llamado precisamente “Borges”.
   De aquella visita, cuya misión era pedir el consentimiento para publicar una antología bajo el sello de Casa de las Américas, tampoco se ha escrito lo suficiente. Una transcripción del diálogo entre Fernández Retamar y Borges, así como ciertos pormenores de la visita, encabezan el prólogo a Páginas escogidas (1988), escrito por el primero en homenaje al segundo. La edición cumplía el propósito de informarnos oficialmente de la existencia de aquel clásico de las letras americanas, quien siempre había adoptado posturas anticomunistas y a quien Cuba había vedado de cuanta página se imprimiera con sudor revolucionario. La antología fue una buena carta de presentación para aquellos que no le conocían, salvando ciertas efusiones que Retamar no quiso decantar, por ser precisamente un muestrario de todo lo que podía abarcar el genio borgeano.
   Yo prefiero detenerme en el mencionado prólogo, si acaso para denunciar las torpezas del propio Retamar a la hora de aprovechar un momento histórico como fue su (único) encuentro con el escritor más grande de la lengua en aquel entonces. Comenzando por su insulsa presentación a María Kodama, y luego el uso de fórmulas alabanceras que poco efecto podrían causar sobre la humildad de sus anfitriones. También el falso suspenso con que adornase el instante antes de declararle a su “reaccionario” interlocutor que venía desde Cuba, como si en Borges levitasen los mismos sistemas de clasificación insulares: blanco o negro, nunca gris.
   Desaprovechó Retamar aquella velada, digan lo que digan, por no haberse despojado del todo de su levita de funcionario. Su conversación pudo haber tenido más de indagación que de mecanismos de convencimiento. Un texto más, un texto menos, en definitiva Borges era infalible a la hora de señalar sus propios defectos. Como bien dijera el ensayista cubano, con lo que el argentino desautorizó, cualquier escritor hubiera podido ser feliz. Así, ciertas preguntas no fueron enunciadas, ciertas reparaciones no fueron esbozadas y la medianía se impuso por sobre un auténtico intercambio entre quien buscaba “ciertas” cosas y quien podía ofrecer muchas más.
   El hecho de que un literato nuestro tuviese una audiencia privada con alguien tan contradictorio, alguien que nunca había dado muestras de admirarnos demasiado, fue una oportunidad que devino en malabarismo retórico: la ya mencionada y gratuita adulación, los chistes forzados (cuando Retamar indica la posibilidad de que un día se hablara de Carlos Borges y Jorge Luis Gardel), los pasajeros y convenientes ejercicios de memoria (que tanto prefería el argentino, como para nunca terminar aquella conversación y llevarla por cauces impredecibles), la mención del pago de honorarios por medio de cuadros y libros (no nos hacía falta un prólogo en que el afán de minuciosidad llegara a tales extremos), la ridícula pose de pertenecer al otro bando (los intelectuales progresistas que son capaces de valorar lo positivo del escritor retrógrado). ¿Qué habría pensado Borges de semejante emisario, de un resucitador calibanesco que alguna vez lo acusó de “colonial”? Nunca lo sabremos, como nunca sabremos las respuestas a las interrogantes que Retamar dejó de formular.
   Pese a que cada quien es responsable de sus desconocimientos e inapetencias, yo le habría preguntado sobre esas zonas difusas cuya elucidación nos resulta demasiado fatigosa. ¿Cuánto conocía de nosotros esa selectividad enciclopédica de Borges? ¿Qué tanto nos reconocía como innovadores de la prosodia y la versificación castellanas (el Martí del Ismaelillo y el Diario de campaña) o en el peculiar ensimismamiento que nos hizo reconocibles hasta en los salones europeos (la obra de Casal), dadas su propia iniciación vanguardista y su peculiar curiosidad metafísica? ¿Habría soportado una lectura de varias páginas de Dador o de Motivos de son, sin soltar un sarcasmo? ¿Había tropezado su vanidad argentina con la vanidad cubana alguna que otra vez? ¿Sabía de nuestros empeños y nuestras riquezas? ¿A quiénes había leído o examinado, al menos por curiosidad?
   En nuestros predios literarios, aquella antología de 1988 propició una necesaria ruptura con el orden lexical existente, que se iniciara como réplica al mal llamado “coloquialismo” y que terminó asfixiándose en pura retórica post-lezamiana. Su insuperable combinación de sabiduría y economía demostró que literatura y metafísica aún podían ser reconciliables. Y los escritores cubanos supimos aprovecharle para urdir tramas laberínticas, para escribir versos sentenciosos y para desempolvar los encantos del verdadero ensayo. Nuestros libros se justificaban (eso creíamos) con aquellos exergos que ubicábamos a la cabecera de cada capítulo o sección. Sin proclamarle, habíamos dado un nuevo cuerpo a Borges, pulimentado, preciso en su serenidad. Es uno de nuestros defectos, que debemos cargar por siempre, ser reflejo y no irradiación. Pese a no haberlo confesado nunca, el propio Fernández Retamar tuvo a bien el parafrasear el poema “Remordimiento por cualquier muerte” en su conocido “El otro”, desde la temprana fecha de 1959, abriendo sendas de las cuales muchos escritores cubanos no regresarían.
   Si habláramos de una Antología Universal, de un diálogo entre disímiles piezas, los fragmentos yuxtapuestos que se complementan en una colección de clásicos, la prodigiosa obra del gran argentino serviría para equilibrar todas las tendencias que ilustran la historia de la literatura. Borges rescató cada noción de extrañeza que ya parecía perderse para la modernidad. A los cubanos nos hizo despertar del letargo oficioso con que esbozábamos cada línea, fatalidad de perseguir el dictado de los sentidos (el lujo oral sería un buen ejemplo) sin detenernos en la propia gravidez de las palabras, en sus significados insospechados. Más que Vallejo, más que Eliot y Neruda, nos tuvo (y nos tiene) de intérpretes y glosadores, aún saboreando el espesor que suele ocultarse en la sencillez. Es significativo que su bibliografía activa no ha dejado de crecer, pero por fortuna la bibliografía pasiva la sigue superando en más y más volúmenes. La fiebre de Borges, para mal o bien de la literatura cubana, no ha podido ser desplazada por otra.

© Manuel Sosa

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