Para explicar el significado de ciertos modismos,
siguiendo la tradición evangélica de la masificación doctrinal, habría que
apartarse de la siempre incómoda literalidad, y auxiliarse de las parábolas.
Redimensionar la frase. Amplificarla en los hechos. Si nos imaginamos frente al
encerado, listos para poner el "cheap shot" a disposición de la
clase, veremos la dificultad de representar el "golpe traicionero" o
"golpe ilegal" que tanto tecnicismo destilan. Inventaríamos alguna
parábola que despejase el camino. Verbigracia: Dos gladiadores en pugna,
siguiendo un código. El más joven aventaja al otro en destreza. Y en
resistencia. El veterano ha perdido reflejos, pero persigue la virtud. Por un
momento la fatiga lo ahoga. El joven aprovecha y asesta el golpe que derriba a
su cansado rival. El laurel ciñe sus sienes, pero todos le vuelven la espalda.
Algo así podría calar en las mentes del discipulado. Pero al maestro lo sacude
la duda. Who thrives more on taking cheap shots than a dictator? De un tirón, el maestro despierta. Las tiranías
sobreviven gracias a esos golpes. ¿No ha pasado el maestro su vida rodeado de
cobardes, que deciden arbitrariamente y se gozan en ostentar su autoridad? ¿No
está moralmente obligado a Enseñar? Cuando se vive entre policías y polizones,
y quien gobierna se sabe impune, los ejemplos sobran. Basta sacar la clase al
patio, y decirles: "El idioma se adquiere sólo cuando se convierte en
necesidad". You want to know what taking a cheap shot is,
look around you. Un país manejado
por bravucones que nunca conocieron la guerra, fáciles de palabra para denigrar
mujeres, golosos ante la indefensión. Un país que te hace añorar otros idiomas
y giros idiomáticos, al sentirlos en carne propia.
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miércoles, 30 de agosto de 2017
lunes, 28 de agosto de 2017
Un poeta, todos los poetas
Al poeta suele vinculársele en demasía a su propia
transfiguración, la que borra su silueta civil al reinventarla sobre un fondo
de ecuaciones piadosas: libro, medida, imagen. Con relativa frecuencia
conocemos al poeta en persona, y ello no interfiere en el proceso de asimilar
sus perspectivas, porque sujeto y emanaciones se complementan. Palparle y
respirar su propio aire es otra manera de leerle, por decirlo así, al atribuir
el peso de las palabras a otro tipo de razón encarnada en planos conmensurables.
Hojeamos y repasamos el libro, y cuando el azar nos trae a la persona real ya
creemos conocerle de otro tiempo o lugar. Tal pareciera que su fisonomía y
gestualidad le sirven para recalcar lo que ya fuese plasmado en versos. En él
descansa el propiciar ese desprendimiento, que puede ser recíproco: ciertos
hombres evaden el representarse en cuerpos escriturales, porque no todo juicio
es dado a la transcripción. Es lo que llaman vivir en y desde la poesía, sin
tener que manifestarla en lo visible.
Para los
que trazan una franja entre verbo y existencia, no siendo por ello menos
afortunados, propiciar la corporeidad del Sentido (pujante mensaje que
mortifica y consume al heraldo, mensaje hecho letra y ritmo oscuro) viene a
convertirse en su carga personal. Y pese a lo estricta que pueda ser esa
franja, el poeta denuncia en su físico y sus maneras al hombre que versifica y
se preocupa por los alardes lexicales que presupone la lírica. Nótese, sin
embargo, que los ensayistas y los narradores consiguen mezclarse, sin atraer
sospechas, entre la gente común. Siempre como salvedad, al bardo le corresponde
transparentar una porción de lo que se tramita en las sombras. Quizás sea
porque trabaja con generalidades, con estados que emulan el milagro de lo esférico.
Quizás porque la metáfora contagia y no sabe llevarse con el cuerpo.
Este poeta,
que es todos los poetas, hubiese podido evitar la poesía sin grandes
sacrificios. El grado de inconformidad para asumir lo que un tono modulaba y lo
que aquella peculiar sintaxis codificaba, le impedía pactar con las
estructuras. Llegado el momento de enunciar lo preciso, ninguna configuración
le resultaba útil. Y así no era posible escribir versos, ya que se debía
aceptar la premisa de que las palabras nunca le servirían para atisbar más allá
de ciertos muros. Con tal certeza, era tentadora la contraoferta: no escribir
nunca, atestiguar de otras maneras más convincentes.
A este
aprendiz le resultaba fácil aquietarse en medio de cualquier plaza poética.
Mientras sus cofrades recitaban e intercambiaban tonalidades provechosas,
fingía atender y seguir las pautas, sin mostrar sus ejercicios emborronados.
Mejor callar que asumir un rol de connotaciones tan prácticas: la poesía era
más bien una contraseña de acceso a lo esotérico, como recetario de
supervivencia. Bastaba recorrer la pasarela con gesto hastiado, un guiño, un
sonrojo, y la atmósfera provinciana haría lo demás.
Pero la
escritura, como toda imposición, termina por convertirse en hacinamiento (en
confidencia, página sobre página) que se precisa purgar o revelar. Así el
poeta, penetrando círculos, supo departir y reconocerse en voz de otros,
constatar la endeblez del tegumento retórico que les encandilaba, y por fin
encontrar su singularidad, su propia gradación.
El
resultado no será discernible en un libro particular, ni en ciertos textos que
se pudieran prestar al antologador que busque distintivos. Toda su obra está
marcada por el sacrificio del pudor, como confesión inusitada y que ningún
lector hubiese pedido de antemano. Nadie espere encontrar desvelamiento
semejante en otro contexto que no sea el que propicia la literatura. Es una de
esas contradicciones del arte: la poesía como jactancia expresiva y como carta
de relación descarnada. Detallar el ultraje de un modo perdurable, eficaz.
Mientras,
seguimos comprobando que un argumento oblicuo puede servir de costra a los más
esforzados escribientes para disfrazar su indigencia: cartujas armadas con
bibliografías, melancolía bulliciosa, épica de repisa, patriotismo de buró,
conceptismo de fascículo. El yo poético salva su cuadrante y territorio, y se
reparte en libros que el Estado administra con suave cautela. Vendible o no,
legible o no, este verbo inmune no busca humillarse sino mejorar el viso de sus
portadores.
He ahí que
debemos hacer pausa ante el desterrado, quien aparenta comulgar con este
territorio desde la distancia. Y nada más falso. Quien estudie sus escritos
comprobará cuán reales son su cartuja y su desamparo, por eso de usar la propia
carne como peaje o escarmiento. Su personaje, siempre él mismo, siempre
vencido, se ha formado en la convicción de que escribir es ceder, exteriorizar
las torpezas, aislarse aún más.
Su poesía
ejemplifica la belleza de la desolación, como dádiva o castigo, cuando se
eliminan las dos o tres trabas que impiden la verdadera toma de dictado. Libre
de los hilos, transvasado, casi a salvo de fiscalizaciones, desandando los
axiomas de la siempre extraña Sjæland, el poeta carga consigo el cristal
vidriado del discernimiento, enterado ya de que nada podrá saciarle.
© Manuel Sosa
viernes, 25 de agosto de 2017
Lechada y cuenta nueva sobre Lezama
Como decíamos ayer, mucha gente hubiera preferido
que el epitafio de José Lezama Lima terminara de este modo: …ya que nacer aquí
es una fiesta innombrable, en lugar del original: …ya que nacer es aquí una
fiesta innombrable.
Pero más
que citar mal, o reescribir a su antojo, la cultura oficial cubana usa un
procedimiento más eficaz para apoderarse de las leyendas: el convertirlas en
lugar común. Y ya sabemos que el enemigo de Martí, al igual que le ocurre al
poeta de Trocadero, ha sido el cansancio. ¿Citas y cansancio clásico? ¿Podría
convertirse el autor de Paradiso en
un nuevo almacén de frases para la progresía insular?
El
centenario de Lezama les sirvió para hacerlo accesible a los turistas, a los
renovadores de ruinas, a la masa pioneril y al propio Partido. Casa museo con
pintura fresca, reediciones, conferencias.
Pero les
quedaba por resolver el problema del epitafio. Ciertas personas insistían en la
gran diferencia que existe entre nacer aquí y nacer es aquí. Una tumba
atravesada y un verso que honraba el suceso, no el lugar. Faltaba la frase que
resolviera la cubanía del poeta, y respiraron aliviados al encontrarla:
No he
oficiado nunca en los altares del odio, he creído siempre que Dios, lo bello y
el amanecer pueden unir a los hombres. Por eso trabajé en mi patria, por eso
hice poesía.
Esperaron
pacientes, porque sabían que el centenario era el mejor pretexto para la
sustitución. Con el mismo descaro que esculpieron a Martí rescatando a su hijo
de la bestia del Norte, resaltaban esos
altares del odio. Ya sabemos: la violencia del exilio, la guerra mediática, el
acoso del Imperio. Trabajar en la patria, nunca abandonarla a su suerte. El
epitafio ha dejado de ser un problema.
Es
sintomático, que de todas las frases que recuerda Fernández Retamar de su amigo
con tumba retocada, su preferida sea: “A mí no me agarrarán entonces en mi
casa, sino que tendrán que cazarme por los tejados de La Habana, donde estaré
con mi forifai en la mano”. Un Lezama que defiende su centro de trabajo: la
Patria, y que sería capaz de esgrimir el revólver si fuera necesario. Por
suerte, esa vez no la garabatearon sobre sus restos. Pero nada es seguro en
nuestra querida Barataria.
Limpiar
tumbas es un oficio honroso. Pero los funcionarios culturales han usado la
lechada y la reescritura para encubrir su nerviosismo, su insuficiencia
intelectual. Y de paso, congraciarse con los uniformados. Los escritores, por
su propio bien, deberían tomar cartas en el asunto, porque si al Gordo citan de
una manera tan tendenciosa, ¿qué inscribirán en las lápidas de Pablo Armando
Fernández y Miguel Barnet, si es que alguien decide enterrarlos?
De poder
escoger un epitafio que describa con fidelidad al Lezama del centenario, yo
escogería estos versos suyos:
Tropieza con una multitud
que
escandaliza su nombre,
aunque él
apenas lo oye.
miércoles, 23 de agosto de 2017
Cómo perder dinero en Buesa
Podemos coincidir en la idea de rescatar a José
Ángel Buesa, para romper la perspectiva tradicional de poeta fácil que le
endilgan los lectores exigentes. Y coincidir no significa creer que estamos
haciendo un acto justiciero, sino un acto sedicioso que podrá incomodar a no
pocos del gremio. Se puede mirar al poeta desde una luz menos privativa, y
reconocer que sabía versificar, ganarse la gracia del lector común, enseñar su
estro en determinados momentos y vivir de su pluma. Hasta ahí podemos
prestarnos al juego de la resurrección.
Pero otra
cosa es tratar de aislar un tipo de escritura, y darle un apellido que no
lleva, si al cabo sabemos que el término “poesía del sentimiento” es una
redundancia más. Lo que se conjura como ganancia en la obra del crucense, esa
vaguedad y falta de ambientación que debe tocar al lector universal, puede
validarse del mismo modo que se haría con cualquier otro fabricador de
ilusiones. La carencia de anécdota y vivencia íntima en sus poemas se convierte
en sello de autenticidad, según los que hoy se adelantan a pagar su rescate,
olvidando que todo artífice busca en la generalidad lo que confesar no puede,
porque responde a códigos de fácil acceso, a modelos genéricos en tanto le
sirvan de soporte a su mensaje prefabricado. El arte sin patetismo e irrisión
es arte embotellado, y de ahí que cada asomo biográfico en todo libro que se
niega a entregarse por las buenas sea plenamente justificable, y deseable. Se
trata de credibilidad, y la razón que nos lleva a los unos a reverenciar lo que
otros aborrecen. A veces somos reflejados en lo que leemos, y apostamos todo lo
que tenemos por esa comunión pasajera. La poesía de Buesa, bien embotellada y
etiquetada, era inteligente por saber adecuarse ante la mayor cantidad posible
de feligreses.
Si se
tienen razones urgentes para exponer una tesis de rehabilitación, búsquese
mayor cobertura, porque de nada vale cargar con un arsenal de análisis
literario y gastarlo en el siempre oportuno Poema del renunciamiento. Semejante
tesis no ha de sostenerse en un pilar tan previsible y lamentable, y nos consta
que aquel caramillo tuvo otros momentos de inspiración.
En
definitiva, aunque se oponga resistencia a la idea, Buesa fue un personaje
atractivo y en muchas maneras loable, pero también un poeta mediocre. Podemos
leerlo sin complejos, y hasta defenderlo de tanta severidad conceptual que
juzga sin hurgar dentro de otras poéticas disfrazadas, pero el resultado es
invariable: poesía a granel, al por mayor, corriente.
© Manuel Sosa
lunes, 21 de agosto de 2017
Heráldica muerta
Tuvieron que desplegarlo sobre la hierba,
dibujo urdido por un paria y su cálamo,
los tintes alegóricos
para abrirle los ojos al público cautivo:
dibujo urdido por un paria y su cálamo,
los tintes alegóricos
para abrirle los ojos al público cautivo:
Esto que ven, rojo como el barniz ideal,
viene a ser la dilatación del triunfo
cuando decide labrarse peldaños, y sube,
sube lento a los desvanes
viene a ser la dilatación del triunfo
cuando decide labrarse peldaños, y sube,
sube lento a los desvanes
y se plasma en la acuarela que ayer fue sangre.
Este otro, azul de labios taciturnos,
se disuelve en la tinta que gastan los escribas
se disuelve en la tinta que gastan los escribas
para exaltar los contragolpes: cobalto y Poder,
cicatriz y sumisión.
Y ese vacío, blanco que nada cubre, grabado
en las pupilas,
es nicho neutral que refleja el sol
una vez por día,
iluminando apenas la sala del manicomio, como cruz
que marca el sitio donde arrojarán nuestras vestimentas.
Tuvieron que tenderla, lámina que desgarraron otros,
para mostrar el efecto de los símbolos sobre las hordas
que huían de la catástrofe.
es nicho neutral que refleja el sol
una vez por día,
iluminando apenas la sala del manicomio, como cruz
que marca el sitio donde arrojarán nuestras vestimentas.
Tuvieron que tenderla, lámina que desgarraron otros,
para mostrar el efecto de los símbolos sobre las hordas
que huían de la catástrofe.
Breves y lánguidos, sumidos en la ofuscación de lo real:
así nos definen aún, nos ciegan los colores del fracaso.
© Manuel Sosa
viernes, 18 de agosto de 2017
Escritura de taller o Cómo arreglar al pobre Cervantes
Los talleres literarios constituyen una manera de
adiestrar a los que creen tener capacidades escriturales. Son una vieja y
universal (más de lo que creemos los cubanos) manera de domar el estilo y la
redacción. En nuestro país cuentan con abnegados defensores, que les mantienen
vivos a fuerza de debates y reencuentros, con lecturas competitivas, clases y
ejercicios retóricos.
Existen
tres posturas bien definidas con respecto a su utilidad:
a) un
taller literario sirve para limar y tachar, para mejorar un texto con las
observaciones de sus integrantes.
b) sirve de
alguna manera como tertulia y punto de encuentro entre personas afines.
c) quien no
es capaz de juzgar sus propios textos con mirada implacable, mejor que deje de
escribir.
Y así,
entonces, existe el tertuliano pragmático, que cree un poco en cada una de las
tres teorías y aprovecha lo que puede de ellas: lee públicamente un trozo
recién escrito y del que duda aún, comparte con sus semblables todo lo extraliterario que le espolea por dentro, se
convence de que su escritura es superior a los demás y de que no regresará a
otra sesión.
En Cuba,
este tertuliano es el que más abunda. Ciertos escritores no pueden apartarse
del todo de este influjo/reflujo que los mantiene en contacto con un grupo
afín. Y cuando se trata de concursos (los llamados Encuentro Debates) asisten
en calidad de jurados o de contendientes, pues podrán ocupar la habitación de
un motel, comer bien y tratar con escritores de prestigio nacional e
internacional. Para los guantanameros, es la única manera que tienen de
compartir con sus colegas pinareños, para poner el ejemplo más extenso.
La lírica y
la narrativa que se escriben dentro de las fronteras nacionales, con varias
excepciones, están signadas por retóricas y temáticas de las que no es
conveniente salir si se quiere obtener reconocimiento. El modesto taller
literario se ha expandido hasta convertirse en el Gran Molde que sombrea
nuestras letras. Y hablo figurativamente. Sin embargo, la mentalidad de taller
sigue acechando y firmando páginas y páginas irreprochables desde el punto de
vista formal.
Hace unos
años, seguí una breve polémica publicada en la red, entre un renegado del
Taller de técnicas narrativas que dirige el escritor Heras León y varios
discípulos (y uno que intentó hacer de árbitro). De ella pude extraer lo
siguiente:
-ciertos
escritores aún se resisten a normas prescriptivas;
-se sigue
confundiendo mecenazgo con magisterio;
-si
Cervantes hubiese asistido a un curso de narrativa, hubiera escrito mejor
(según los talleristas);
-se siguen
barajando los premios como símbolo de calidad literaria;
-el gradiente
de amistad sigue impidiendo el uso de una crítica, sea amable o no;
-se aplica
el término de egresado a quien culmine dicho curso o taller (¡egresado!);
-cuando se
cuestionan cátedras o figuras representativas como Heras León se cede tiempo al
“enemigo”.
Menciono
esta polémica por tratarse, en su mayoría, de talleristas. Y siendo tales, no
demuestran ni un ápice de lo aprendido, pues su egresado virtuosismo no se
distingue por parte alguna. Quizás se informaron sobre ciertas normas narrativas,
quizás hayan aprendido a contar una historia con la tolerable efectividad. Pero
no saben esgrimir y defender un argumento a través de la prosa. Un taller de
formación narrativa debería incorporar técnicas periodísticas, y abordar el
ensayo, el artículo; ocupar al discipulado en leer poesía, teatro, testimonios;
obligarlos a debatir entre sí, asignando roles opuestos; sumergirlos en
problemas de lógica y teología, por ejemplo.
El taller
literario es aprovechable si logra ejercitar la razón. La palabra es mero
vehículo. Y aunque lo dudemos, es un privilegio.
Así
entonces, imaginemos que el poema siguiente se hubiese presentado a una sesión
de adiestramientos retóricos. La avalancha de objeciones hubiese hundido al
autor, uno de nuestros grandes poetas, en el descrédito mayor. No hubiera
pasado de una sesión municipal.
“Como le pesa más el hombro izquierdo,
está allí, enredado en la reja de sus pies,
el idiota. Vuelve a su abecedario desleído,
agua con hilachas marchosas y cáscaras sedosas.
Este idiota está dañado, se entrega empujando
al revés, a los merengues corporales; babea
sobre el phalus impudicus, babea
sobre los manchones de la retrasada tosferina;
babea sobre las tumultuosas enmiendas de la plana.
La mosca huye a Terranova para evitar el babeo.
Bob, Bobby, La boba tiene cuenta corriente,
abre cuenta corriente, babea el billete
de pago por babear otro cuerpo.
No sabemos dónde está, La boba
escarba en los hormigueros coliflores.
En el tercer acto de Giraudoux,
en el servicio tiznado de marmolite granadino,
babea lentamente las excelencias de una sílaba,
o cubre en Le mouton sans fleur con baba de piedra
dos perdices rosadas con mandarina almendraleja.
"Oiga, usted se le parece tanto que le
ordenamos
la siesta, oiga, oiga."
Enreda con baba la filológica lectura
y pregunta por Ivan Yusuf La Condamine.
Sobre su rostro el santón bosteza las nubes de sus
parábolas”.
miércoles, 16 de agosto de 2017
Estética de Poder
Nos despierta,
nos obliga a revisar los desvanes
(lo que el Canon desecha).
Luces
y sombras
cubriendo la armazón
condenada a no ser,
a faltar
cuando enumeren
virtudes
porque toda representación
es menos misterio
que estigma.
Que nadie se engañe reclamando
el vacío o la desmemoria,
ni un ruego, ni un argumento
que seduzca.
Es ahora el sabor
que no encontramos
en este fruto perfumado.
Se muestra en las versales,
en las insinuaciones;
vienen figuras sepias
a entorpecer la trama.
La repulsa de ayer regresa
como penitencia,
y es un olor que insiste,
el campo sobrevolado por cirros
y basura quemada,
para acomodarse
de una vez
en la memoria.
Si nos dejara proseguir,
que no es relente
y menos planicie
atrayendo cuerpos,
sino una extraña obligación,
atmósfera del sopor,
donde se lee
y se manifiesta otro país,
de un libro a otro,
en la montaña de hojarasca
que con paciencia
siguen
levantando.
© Manuel Sosa
lunes, 14 de agosto de 2017
Mi biblioteca: un cuerpo roto
Con el pretexto de las reformulaciones
dejé mi biblioteca en Cuba. Una biblioteca que fue haciéndose sin criterio
selectivo, pero que a los pocos años ya rechazaba ciertos manuales y el
ocasional vademécum que nos ilustraba sobre tantos rudimentos. Mi colección fue
apoderándose de nuevas habitaciones. Libros comprados en aquellos pueblos
minúsculos, donde nadie sabía de qué tesoros se desprendían por un par de
billetes. Libros robados a inocentes escuelas y casas de cultura. Libros
prestados que no devolvimos. Recuerdo a mi madre repasando los lomos cobrizos,
con el plumero en alto y encogiéndose de hombros. Mi peculiar forma de
ordenarlos me consumía noches y noches. Se dice que Lezama Lima les rogaba a
sus amigos que no le colocasen junto a ciertos autores. El temor a las
infaustas confluencias o el mero símbolo que podía representar un Dador junto a
un Sóngoro cosongo.
Yo dejaba que Lorca y Roa se husmeasen por semanas enteras, o que Manuel Cofiño
se recostase al tronco de Tolstoi, por ver si la cualidad era traspasable.
También pude expulsar libros que ya no convenía mostrar, y que habían ocupado
espacio sólo para estar a tono con el diapasón de la diversidad. Me deshice de
Lenin y Shólojov, para vengarme de alguien o algo. Llegó el momento en que tuve
que regalar algunos volúmenes que sobraban. Sospechosamente, alguien me robó de
una vez Rebelión en la
granja, 1984 y Fuera del juego. A mi casa entraban los amigos
verdaderos y los amigos disfrazados, que me atendían y bebían mi vinillo de
cerezas. Por necesidad tuve que vender mis tres ejemplares de Verbum y la
edición príncipe de Arabescos mentales. Mi primera mujer, que era
pentecostal, quemó El Anticristo y nunca encontré pruebas para acusarla.
Cuando tuve que renunciar a todo, preferí regalar cada ejemplar, salvo aquellos
firmados por los autores, antes que el azar dispusiese de ellos. Creo que
podemos reconciliarnos con un paisaje, con un lapso, con un modo. Sin embargo,
nadie recupera esa densidad y resistencia que es alimentar una biblioteca. No
podría gastar de nuevo esa energía. Yo prefiero vivir con sus fragmentos, con
los restos del naufragio, con su cuerpo roto.
© Manuel Sosa
viernes, 11 de agosto de 2017
Sobre la utilidad de los puntos de fuerza: La poesía de Sonia Díaz Corrales
Después de la eclosión de los términos, llegado otro
ciclo, se vuelve a la serenidad de la denominación, agotados los foros y los
enfoques de una crítica desnortada. Así hablamos de divisiones generacionales,
que en Cuba y su dispersión auxilian con facilidad a quienes pretendan trazar
un mapa de poesía contemporánea. Se mide todo con esa regla generacional, y
también se arman antologías temáticas, genéricas; se apoyan en criterios donde
va bullendo desde el fondo un matiz político, un trazado estético, una actitud
de manifiesto que se redacta contra la casta anterior o la retórica vigente. De
modo que se ha producido un entrecruzamiento tan vivaz como profuso donde nadie
mira al poeta en sí, sino al sujeto en su sentido de pertenencia, en su calidad
de pieza intercambiable, en sus virtudes como punto de fuerza de alguna tesis.
Por ejemplo, a la llamada Generación del Ochenta se le enumeran, como a todas,
virtudes y vicios que terminan enturbiando a cada individualidad, como una
herencia que pesa en la sangre; y si tomáramos de unos y otros, que a veces
pueden ser ambivalentes e intercambiables, quedarían de tal suerte: prurito
verbal y conceptual; excelencia formal y regreso a las formas tradicionales;
deudas visibles (Orígenes y cierta zona de su resaca); un diapasón tan amplio
que acoge desde las serenidades más convenientes, pasando por el verso
abigarrado y desbordante, hasta las
crispaciones más insólitas y neovanguardistas; asimismo una devoción por
ciertos autores (y su rescate) injustamente devaluados por políticas
culturales. Pero habría que agregar otra virtud/vicio: la dependencia emocional
de un país que se sigue esfumando.
Por más que
se ha tratado de descalificar tal dependencia, esas llamadas generaciones se
han sometido de diversas maneras: refundaciones teleológicas, la escritura de
responsabilidad social, el verbo como alternativa a una realidad plana y
fatigosa, la negación de nociones telúricas y circulares, el sacrificio del
lenguaje en aras del concepto cuando se pretende negarlo todo… Los del Ochenta,
retados por tónicas “coloquiales” y comprometidas, tuvieron que sortear otra
prueba decisiva: su relación con el Poder. Más que quienes les antecedieron,
que terminaron plegándose en masse a toda directriz, vieron cómo las escisiones
hubieron de definirles. Y sus carreras fueron coronadas por uno de estos
emblemas: exilio, insilio u oportunismo. Pero como todo aserto tiene sus
excepciones, pienso que el enfoque generacional se desvanece cuando damos con
esos ejemplos que lo desvirtúan y cuando comprobamos que es posible desasirse
de los tres, siguiendo la línea ascendente de una carrera, de un destino
cumplido en la poesía.
Pienso en
ese curioso vocablo: “inalterable” para pensar en la escritura de Sonia Díaz
Corrales, desde aquellos días en que sobresalir no significaba ser efectista ni
regodearse en un tono que no se apartara del Tono, y luego permanecer como
marca obligada en una literatura cada vez más dispersa. Inalterable pese a los
caprichos de la balanza; inalterable pese al ojo del Poder que observaba
siempre, listo para premiar el mimetismo o enmendar su carencia; inmutable ante
el escenario natural y el paisaje de los otros… Si tuviera que imaginar un asta
que sobrevive a los designios de la naturaleza, un punto de fuerza que impide
al mapa flotar y perderse, usaría el referente de su extraña resistencia. En
una época en que la poesía se atenuaba en el pretexto del libro, en esa
concreción artificiosa que podía ser un cuaderno, Sonia se valía del poema como
unidad y justificación en sí. Eso explicaría con el tiempo su manera de ser
visible, en colecciones, revistas y antologías más que en libros propios. El
efecto de un poema como “Ya más nunca mágica”, su firmeza entre tanto espejismo
retórico, vale tanto o más que un cuaderno típico de aquellos años.
Y es que la
unicidad no se nutre del esfuerzo cuando tratamos de poesía. Se habla de
generaciones y corrientes para comprender que, por suerte, Sonia Díaz Corrales
no exhibe sello de nada. Su obra pudiera participar de una expresión directa y
conversada, pero su latir, su pulso nos lleva por el camino del donaire: el
lenguaje que revela su otro fondo expresivo. Pudiera entreverse un dejo de
melancolía, de amargura, pero no es tal, sino un peculiar desamparo que se
contiene en la serenidad, en la confianza con que enuncia, y que es su mejor
asidero. Pudiera atisbarse algo de esa temida femineidad, pero su sentimiento
atraviesa el núcleo de la ilusión humana, cuando se rompe, sin demarcaciones de
género. Desde su segundo libro, “Diario del grumete”, Sonia fue capaz de
esbozar una épica del viaje y el aprendizaje, y componerla con trozos de
esmerado lirismo, augurando el naufragio y exilio que no tardaría en
sobrevenir. Aquí no podremos anotar lenguaje adusto o ironía expresa, pues su
verso es una mezcla singular de gracia y oficio. Sonia sabe convocar efectos y
fluidez, llevar las cadencias hasta el término que desea, y sabe dar sentido a
cualquier letanía que procure adicionar para su causa. Casi una paradoja, le ha
dado cauce a la súplica dentro de la dignidad, al desgarramiento dentro de la
resignación, y ha mirado a la pérdida como otro sacramento que encausa la
palabra, para redimir a quien ya no busca ni pregunta.
De ahí el
argumento inicial, pues nada seduce o desvía a la línea que insiste en su
trazado, el punto de fuerza que se sostiene sobre el caos, por gracia de su
centro que irradia con energía propia. Es como decir que allí el viento no
erosiona la tierra; es como decir que Sonia Díaz Corrales sigue imperturbable,
y no cede su sitio.
© Manuel Sosa
miércoles, 9 de agosto de 2017
El Cervantes como limosna
¿Quién puede ubicar la linde escurridiza donde se
inició el declive de los Premios Cervantes? ¿El nuevo milenio y el caos de la
literatura en español? ¿O fue la concepción misma (o el capricho académico) de
usar el Atlántico como tabique que separase las dos categorías: peninsulares y
americanos? Un guiño del ojo paciente, otro del ojo enardecido: ¿fue esa la
razón?
Porque
ahora nos trae, casi como guirnalda funeral, este premio al bueno de Juan
Gelman, a quien todos sospechábamos insepulto pero tranquilo, en paz con su
suerte de hacedor menor. Le ha venido el famoso lauro como mascarilla, como
confirmación de que la justicia puede ser un roce casi impalpable y
caballeroso: señor mío, es suyo este cetro postrero, así que apriételo firme
aunque le tiemble el pulso.
Cuesta
abajo y sin frenos, el Premio Cervantes ha comenzado a resultar accesible para
ciertos estratos de nuestra literatura más placentera. Como pudieron salvar el
escollo de García Márquez, quien les quitó responsabilidad hace ya tiempo:
“Después del Nobel, no me hace falta nada más”, ahora se dedican los
catedráticos al juego de las reinserciones. Comenzando por Gelman, luego de
unos cuantos años de palidez compensatoria, no andan lejos de barajar los
nombres de sus hermanos de causa: Mario Benedetti, Ernesto Cardenal, poetas de
lo cotidiano y lo inmediato. Y de lo efectivo.
Ah, la
poesía latinoamericana, de donde partieron las lecciones que reformaron la
prosodia dictada por el cansancio de las formas. Esa poesía diáfana, tan
dispuesta a ser declamada ante la gente común, copiada a lápiz y luego
revertida sobre el inconsciente que se hace mito al final. Juan Gelman
representa todo lo que permanece físicamente cuando se disipan los frutos de la
intrepidez. No vamos a tener otro siglo de Darío, Vallejo, Huidobro, Lezama,
Paz y Borges. Ahora que no queda nadie, no resulta mala idea alumbrar los
reversos, levantar los cantos y revisar los despachos.
Miren si
no: alzaron una cortinilla estampada, buscando afanosos, y allí encontraron
acuclillado a un redactor de versos que habían olvidado. Y le encasquetaron el
premio gordo de la Lengua.
© Manuel Sosa
lunes, 7 de agosto de 2017
Viaje al Poeta
Había que encontrarle un punto de evasión a la
lírica nacional. No era escasez de poetas y libros, pues el Estado garantizaba
su continuidad usando todo tipo de maniobras: becas, ediciones, sueldos,
cursos, inducciones… Pero el exceso de poesía era, en consecuencia, un exceso
de retórica y artificios. Los filólogos nadaban en tales afluentes, sabiendo
que perseguían una estela circular, donde la extrañeza y el desasosiego se
dejaban apenas entrever. Demasiados poetas convencionales y ninguno visionario.
Si se alteraba su estado de placidez, insistían, los poetas alterarían el
discurso. Si se provocaba una crisis, aunque mínima, alguna fórmula tendría que
romperse. El colegio de filólogos redactaba su propuesta formal al Estado,
tomando el espíritu de la nación como divisa: se precisaba una grieta
saludable, una chispa redentora.
Fue
entonces que alguien mencionó el nombre de Ciro Levi, el poeta olvidado del
Norte, a quien una minoría veneraba por representar el discurso contrario. Pese
a no estar vedado oficialmente, su aislamiento y sus misteriosos libros le
garantizaban la necesaria credibilidad.
—No será
difícil rescatarle — aseguró el presidente del colegio, y propuso una
entrevista minuciosa como punto de partida.
Tras el
cortés intercambio de telegramas, Ciro Levi aceptó la audiencia y prometió
responder todas las preguntas. Los corresponsales fueron elegidos por su
juventud y agudeza. Viajaron un día entero por las provincias hasta dar con la
humilde y vistosa hacienda del Poeta, quien los recibió amablemente y les
ofreció té de Ceilán. Era un hombre todavía fuerte, delgado y muy expresivo.
Fue así que abrió sus compuertas:
—Escribo
todos los días. Es la parte más importante del ritual. Un poema por jornada. Os
mostraré las carpetas que archivo. Hoy escribiré algún poema corto, debido a
vuestra interrupción. Es interrupción grata, no os preocupéis. Llevo
contabilidad de mi obra: 7 341 poemas, 117 ensayos y 15 piezas narrativas. ¿Qué
os parece? Escribo de lunes a sábado, el domingo corrijo y archivo todo el
trabajo de la semana. Por supuesto, ser metódico ha sido otra manera de
sobrevivir los inconvenientes físicos. Recibo pensión de la provincia y no
gasto en placeres efímeros. Hago el amor dos veces por semana y recibo a mis
pocos amigos una vez al mes. Mi poesía, no lo dudéis, es innovadora y difícil.
No sólo en el concepto, sino en lo visual. No carezco de temas, no. A mi edad,
hasta el simple hecho de defecar es poetizable. Mis achaques, mi ingenio siempre
enhiesto, mis pérdidas, mi asombro ante las cosas cotidianas…Todo es
poetizable, amigos. Ved, no siempre escribo en la maquinilla. Algunos poemas
merecen la pluma sobre el pliego, esa antigua comunión. Por supuesto, son
piezas que subasto cuando viajo a la ciudad. Mi obra es patrimonio y
privilegio. Y aún…
El filólogo
más joven se levantó de su asiento y sonrió con amabilidad.
—Perdón,
tengo que buscar la grabadora para la entrevista —y se dispuso a abrir la
puerta.
—Un
momento, amigos —repuso el Poeta—, yo creía que la entrevista había comenzado.
¿Tendré que repetir lo que ya he dicho?
—No hay
problema. Ahora tenemos mejor idea de las preguntas que le haremos, y
ahorraremos tiempo. Podrá incluso escribir un poema largo, si así lo prefiere. No
queremos que por culpa nuestra su poema 7 342 se quede corto…
© Manuel Sosa
viernes, 4 de agosto de 2017
Traducir con propiedad
Me he encontrado este curioso poema en
una antología. Me llamó la atención por el tema que trata, la propiedad
terrenal (los bienes raíces), algo que tanto se ha discutido en estos días,
gracias al colapso económico actual. Pues resulta que al adquirir una propiedad
nos hacemos dueños del espacio aéreo y subterráneo (con limitaciones, por
supuesto) que le atañen. O sea, que compramos la casa y el haz intangible que
se proyecta en ambas direcciones. Todo un negocio, participar del infinito con
un título en la mano, mirando la bóveda celeste, y plantados sobre el extremo
de un cono que va achicándose hacia el centro de la tierra. ¡Otra buena razón
para no alquilar!
William Empson fue un gran crítico inglés y poeta ocasional. Admirado por su inteligencia y mordacidad, y fustigado por su vida excéntrica (“bufón con licencia”, se llamó a sí mismo), se especializó en Milton, Shakespeare, el drama isabelino y los poetas metafísicos.
FICCIÓN LEGAL, un poema de William Empson (1906-1984)
La ley hace que la corta estacada del hombre apunte al infinito.
Tu bien cercada propiedad mental
no se distingue desde la altura de un apartamento común,
ni los trenes la sobrepasan.
Tus derechos se extienden por debajo y por encima de tu heredad
sin hallar confín; posees terrenos en el cielo y el infierno;
tu porción de superficie y su masa es la misma,
y todo el volumen del cosmos y los astros por igual.
Tus derechos penetran allí donde convergen todos los propietarios,
en el cónclave exclusivo del infierno, al centro de la tierra
(la raíz punzante de tu hacienda reside aún en tal eje);
y sube alto, atravesando galaxias, cual sector creciente.
Pero de nómada sigues; el haz de luz guía que posees
centellea, como el Lucífero, a través del firmamento.
El eje de la tierra cambia; tu oscuro cono central
agita la sombra de un candil, a lo lejos.
William Empson fue un gran crítico inglés y poeta ocasional. Admirado por su inteligencia y mordacidad, y fustigado por su vida excéntrica (“bufón con licencia”, se llamó a sí mismo), se especializó en Milton, Shakespeare, el drama isabelino y los poetas metafísicos.
FICCIÓN LEGAL, un poema de William Empson (1906-1984)
La ley hace que la corta estacada del hombre apunte al infinito.
Tu bien cercada propiedad mental
no se distingue desde la altura de un apartamento común,
ni los trenes la sobrepasan.
Tus derechos se extienden por debajo y por encima de tu heredad
sin hallar confín; posees terrenos en el cielo y el infierno;
tu porción de superficie y su masa es la misma,
y todo el volumen del cosmos y los astros por igual.
Tus derechos penetran allí donde convergen todos los propietarios,
en el cónclave exclusivo del infierno, al centro de la tierra
(la raíz punzante de tu hacienda reside aún en tal eje);
y sube alto, atravesando galaxias, cual sector creciente.
Pero de nómada sigues; el haz de luz guía que posees
centellea, como el Lucífero, a través del firmamento.
El eje de la tierra cambia; tu oscuro cono central
agita la sombra de un candil, a lo lejos.
miércoles, 2 de agosto de 2017
¿Qué hacer cuando se tiene un Pedro de la Hoz?
La diversidad, para que cobre sentido, tiene que
crear feligresía como mismo se adquiere un gusto reacio al paladar, paso a
paso, venciendo resistencias. La diversidad, asimismo, nos cobra siempre un
precio alto: para tener un Rafael Alcides es preciso mantener a diez Iroeles
Sánchez; para ostentar un Delfín Prats se necesitan por los menos quince Nancys
Morejón.
De modo que
nadie espere un escenario con actores balanceados ni audiencias unánimes cuando
se pretenda imaginar el país del día después. Debemos agradecer a la chusma
cubana, la que se ocupa de golpear a ciudadanos desarmados, su propia
existencia. Nos sirven de recordatorio del instrumental que debemos calibrar a
la hora del retrato de grupo. Son los cubanos que representan la podredumbre de
un sistema que se aferra a la sobrevida como un perro al hueso mesozoico.
Ellos
existen, cargan con su miserable humanidad para hacer la contrapartida del otro
extremo: los cubanos que ya cortaron sus hilos para no ser marionetas de nadie.
No estaría
mal un poco de justicia inmediata (de justicia práctica) que aplicar a esa
chusma. Sin embargo, recuérdese que la justicia se viste de ironías y
sutilezas. Basta visitar la isla, y constatar el modo en que el fango se ha
impuesto como hábitat natural. Allí los ves, famélicos y envejecidos pobladores
que aguardan en fila su ración mugrienta, atentos al silbido del amo. Esos son
los que ayer usaban huevos y tomates como proyectiles, los que apedreaban casas
y propinaban golpizas a cualquier infeliz que pretendiese escapar del hato.
El
escarmiento ha sido minucioso y ejemplar: un huevo se ha convertido en lujo
para estos pordioseros.
Más sutil
ha sido el laxativo de ese personaje, un asalariado del gobierno, que se llama
Pedro de la Hoz. Pues vean: quien quiso alguna vez ser escritor de renombre,
firmando versos y fabulillas, ha terminado como redactor de justificaciones en
el órgano oficial de una dictadura que no se avergüenza de acorralar madres y
esposas. Le ha tocado explicar, a través de una columna infame, las razones
oficiales para agredir a quienes se manifiestan contra el Sátrapa. “Una
contundente respuesta verbal”, nos dice este mastín cultural. Y dice más: “La
serenidad, la firmeza y el civismo de nuestro pueblo…”
Es la misma
serenidad y firmeza que han usado siempre, sobre todo para propinar palizas a
mujeres y ancianos.
¿Qué hacer
cuando tenemos un Pedro de la Hoz? Habrá que conformarse, por ahora, con saber
que la existencia de cien Pedros de la Hoz es el precio que se paga por haber
tenido un Oswaldo Payá.
© Manuel Sosa
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