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miércoles, 30 de agosto de 2017

Inglés instantáneo: take a cheap shot

Para explicar el significado de ciertos modismos, siguiendo la tradición evangélica de la masificación doctrinal, habría que apartarse de la siempre incómoda literalidad, y auxiliarse de las parábolas. Redimensionar la frase. Amplificarla en los hechos. Si nos imaginamos frente al encerado, listos para poner el "cheap shot" a disposición de la clase, veremos la dificultad de representar el "golpe traicionero" o "golpe ilegal" que tanto tecnicismo destilan. Inventaríamos alguna parábola que despejase el camino. Verbigracia: Dos gladiadores en pugna, siguiendo un código. El más joven aventaja al otro en destreza. Y en resistencia. El veterano ha perdido reflejos, pero persigue la virtud. Por un momento la fatiga lo ahoga. El joven aprovecha y asesta el golpe que derriba a su cansado rival. El laurel ciñe sus sienes, pero todos le vuelven la espalda. Algo así podría calar en las mentes del discipulado. Pero al maestro lo sacude la duda. Who thrives more on taking cheap shots than a dictator? De un tirón, el maestro despierta. Las tiranías sobreviven gracias a esos golpes. ¿No ha pasado el maestro su vida rodeado de cobardes, que deciden arbitrariamente y se gozan en ostentar su autoridad? ¿No está moralmente obligado a Enseñar? Cuando se vive entre policías y polizones, y quien gobierna se sabe impune, los ejemplos sobran. Basta sacar la clase al patio, y decirles: "El idioma se adquiere sólo cuando se convierte en necesidad". You want to know what taking a cheap shot is, look around you. Un país manejado por bravucones que nunca conocieron la guerra, fáciles de palabra para denigrar mujeres, golosos ante la indefensión. Un país que te hace añorar otros idiomas y giros idiomáticos, al sentirlos en carne propia.

lunes, 28 de agosto de 2017

Un poeta, todos los poetas

Al poeta suele vinculársele en demasía a su propia transfiguración, la que borra su silueta civil al reinventarla sobre un fondo de ecuaciones piadosas: libro, medida, imagen. Con relativa frecuencia conocemos al poeta en persona, y ello no interfiere en el proceso de asimilar sus perspectivas, porque sujeto y emanaciones se complementan. Palparle y respirar su propio aire es otra manera de leerle, por decirlo así, al atribuir el peso de las palabras a otro tipo de razón encarnada en planos conmensurables. Hojeamos y repasamos el libro, y cuando el azar nos trae a la persona real ya creemos conocerle de otro tiempo o lugar. Tal pareciera que su fisonomía y gestualidad le sirven para recalcar lo que ya fuese plasmado en versos. En él descansa el propiciar ese desprendimiento, que puede ser recíproco: ciertos hombres evaden el representarse en cuerpos escriturales, porque no todo juicio es dado a la transcripción. Es lo que llaman vivir en y desde la poesía, sin tener que manifestarla en lo visible.
   Para los que trazan una franja entre verbo y existencia, no siendo por ello menos afortunados, propiciar la corporeidad del Sentido (pujante mensaje que mortifica y consume al heraldo, mensaje hecho letra y ritmo oscuro) viene a convertirse en su carga personal. Y pese a lo estricta que pueda ser esa franja, el poeta denuncia en su físico y sus maneras al hombre que versifica y se preocupa por los alardes lexicales que presupone la lírica. Nótese, sin embargo, que los ensayistas y los narradores consiguen mezclarse, sin atraer sospechas, entre la gente común. Siempre como salvedad, al bardo le corresponde transparentar una porción de lo que se tramita en las sombras. Quizás sea porque trabaja con generalidades, con estados que emulan el milagro de lo esférico. Quizás porque la metáfora contagia y no sabe llevarse con el cuerpo.
   Este poeta, que es todos los poetas, hubiese podido evitar la poesía sin grandes sacrificios. El grado de inconformidad para asumir lo que un tono modulaba y lo que aquella peculiar sintaxis codificaba, le impedía pactar con las estructuras. Llegado el momento de enunciar lo preciso, ninguna configuración le resultaba útil. Y así no era posible escribir versos, ya que se debía aceptar la premisa de que las palabras nunca le servirían para atisbar más allá de ciertos muros. Con tal certeza, era tentadora la contraoferta: no escribir nunca, atestiguar de otras maneras más convincentes.
   A este aprendiz le resultaba fácil aquietarse en medio de cualquier plaza poética. Mientras sus cofrades recitaban e intercambiaban tonalidades provechosas, fingía atender y seguir las pautas, sin mostrar sus ejercicios emborronados. Mejor callar que asumir un rol de connotaciones tan prácticas: la poesía era más bien una contraseña de acceso a lo esotérico, como recetario de supervivencia. Bastaba recorrer la pasarela con gesto hastiado, un guiño, un sonrojo, y la atmósfera provinciana haría lo demás.
   Pero la escritura, como toda imposición, termina por convertirse en hacinamiento (en confidencia, página sobre página) que se precisa purgar o revelar. Así el poeta, penetrando círculos, supo departir y reconocerse en voz de otros, constatar la endeblez del tegumento retórico que les encandilaba, y por fin encontrar su singularidad, su propia gradación.
   El resultado no será discernible en un libro particular, ni en ciertos textos que se pudieran prestar al antologador que busque distintivos. Toda su obra está marcada por el sacrificio del pudor, como confesión inusitada y que ningún lector hubiese pedido de antemano. Nadie espere encontrar desvelamiento semejante en otro contexto que no sea el que propicia la literatura. Es una de esas contradicciones del arte: la poesía como jactancia expresiva y como carta de relación descarnada. Detallar el ultraje de un modo perdurable, eficaz.
   Mientras, seguimos comprobando que un argumento oblicuo puede servir de costra a los más esforzados escribientes para disfrazar su indigencia: cartujas armadas con bibliografías, melancolía bulliciosa, épica de repisa, patriotismo de buró, conceptismo de fascículo. El yo poético salva su cuadrante y territorio, y se reparte en libros que el Estado administra con suave cautela. Vendible o no, legible o no, este verbo inmune no busca humillarse sino mejorar el viso de sus portadores.
   He ahí que debemos hacer pausa ante el desterrado, quien aparenta comulgar con este territorio desde la distancia. Y nada más falso. Quien estudie sus escritos comprobará cuán reales son su cartuja y su desamparo, por eso de usar la propia carne como peaje o escarmiento. Su personaje, siempre él mismo, siempre vencido, se ha formado en la convicción de que escribir es ceder, exteriorizar las torpezas, aislarse aún más.
   Su poesía ejemplifica la belleza de la desolación, como dádiva o castigo, cuando se eliminan las dos o tres trabas que impiden la verdadera toma de dictado. Libre de los hilos, transvasado, casi a salvo de fiscalizaciones, desandando los axiomas de la siempre extraña Sjæland, el poeta carga consigo el cristal vidriado del discernimiento, enterado ya de que nada podrá saciarle.

© Manuel Sosa

viernes, 25 de agosto de 2017

Lechada y cuenta nueva sobre Lezama

Como decíamos ayer, mucha gente hubiera preferido que el epitafio de José Lezama Lima terminara de este modo: …ya que nacer aquí es una fiesta innombrable, en lugar del original: …ya que nacer es aquí una fiesta innombrable.
   Pero más que citar mal, o reescribir a su antojo, la cultura oficial cubana usa un procedimiento más eficaz para apoderarse de las leyendas: el convertirlas en lugar común. Y ya sabemos que el enemigo de Martí, al igual que le ocurre al poeta de Trocadero, ha sido el cansancio. ¿Citas y cansancio clásico? ¿Podría convertirse el autor de Paradiso en un nuevo almacén de frases para la progresía insular?
   El centenario de Lezama les sirvió para hacerlo accesible a los turistas, a los renovadores de ruinas, a la masa pioneril y al propio Partido. Casa museo con pintura fresca, reediciones, conferencias.
   Pero les quedaba por resolver el problema del epitafio. Ciertas personas insistían en la gran diferencia que existe entre nacer aquí y nacer es aquí. Una tumba atravesada y un verso que honraba el suceso, no el lugar. Faltaba la frase que resolviera la cubanía del poeta, y respiraron aliviados al encontrarla:

   No he oficiado nunca en los altares del odio, he creído siempre que Dios, lo bello y el amanecer pueden unir a los hombres. Por eso trabajé en mi patria, por eso hice poesía.

   Esperaron pacientes, porque sabían que el centenario era el mejor pretexto para la sustitución. Con el mismo descaro que esculpieron a Martí rescatando a su hijo de la bestia del Norte,  resaltaban esos altares del odio. Ya sabemos: la violencia del exilio, la guerra mediática, el acoso del Imperio. Trabajar en la patria, nunca abandonarla a su suerte. El epitafio ha dejado de ser un problema.
   Es sintomático, que de todas las frases que recuerda Fernández Retamar de su amigo con tumba retocada, su preferida sea: “A mí no me agarrarán entonces en mi casa, sino que tendrán que cazarme por los tejados de La Habana, donde estaré con mi forifai en la mano”. Un Lezama que defiende su centro de trabajo: la Patria, y que sería capaz de esgrimir el revólver si fuera necesario. Por suerte, esa vez no la garabatearon sobre sus restos. Pero nada es seguro en nuestra querida Barataria.
   Limpiar tumbas es un oficio honroso. Pero los funcionarios culturales han usado la lechada y la reescritura para encubrir su nerviosismo, su insuficiencia intelectual. Y de paso, congraciarse con los uniformados. Los escritores, por su propio bien, deberían tomar cartas en el asunto, porque si al Gordo citan de una manera tan tendenciosa, ¿qué inscribirán en las lápidas de Pablo Armando Fernández y Miguel Barnet, si es que alguien decide enterrarlos?
   De poder escoger un epitafio que describa con fidelidad al Lezama del centenario, yo escogería estos versos suyos:

       Tropieza con una multitud
   que escandaliza su nombre,
   aunque él apenas lo oye.

miércoles, 23 de agosto de 2017

Cómo perder dinero en Buesa

Podemos coincidir en la idea de rescatar a José Ángel Buesa, para romper la perspectiva tradicional de poeta fácil que le endilgan los lectores exigentes. Y coincidir no significa creer que estamos haciendo un acto justiciero, sino un acto sedicioso que podrá incomodar a no pocos del gremio. Se puede mirar al poeta desde una luz menos privativa, y reconocer que sabía versificar, ganarse la gracia del lector común, enseñar su estro en determinados momentos y vivir de su pluma. Hasta ahí podemos prestarnos al juego de la resurrección.
   Pero otra cosa es tratar de aislar un tipo de escritura, y darle un apellido que no lleva, si al cabo sabemos que el término “poesía del sentimiento” es una redundancia más. Lo que se conjura como ganancia en la obra del crucense, esa vaguedad y falta de ambientación que debe tocar al lector universal, puede validarse del mismo modo que se haría con cualquier otro fabricador de ilusiones. La carencia de anécdota y vivencia íntima en sus poemas se convierte en sello de autenticidad, según los que hoy se adelantan a pagar su rescate, olvidando que todo artífice busca en la generalidad lo que confesar no puede, porque responde a códigos de fácil acceso, a modelos genéricos en tanto le sirvan de soporte a su mensaje prefabricado. El arte sin patetismo e irrisión es arte embotellado, y de ahí que cada asomo biográfico en todo libro que se niega a entregarse por las buenas sea plenamente justificable, y deseable. Se trata de credibilidad, y la razón que nos lleva a los unos a reverenciar lo que otros aborrecen. A veces somos reflejados en lo que leemos, y apostamos todo lo que tenemos por esa comunión pasajera. La poesía de Buesa, bien embotellada y etiquetada, era inteligente por saber adecuarse ante la mayor cantidad posible de feligreses.
   Si se tienen razones urgentes para exponer una tesis de rehabilitación, búsquese mayor cobertura, porque de nada vale cargar con un arsenal de análisis literario y gastarlo en el siempre oportuno Poema del renunciamiento. Semejante tesis no ha de sostenerse en un pilar tan previsible y lamentable, y nos consta que aquel caramillo tuvo otros momentos de inspiración.
  En definitiva, aunque se oponga resistencia a la idea, Buesa fue un personaje atractivo y en muchas maneras loable, pero también un poeta mediocre. Podemos leerlo sin complejos, y hasta defenderlo de tanta severidad conceptual que juzga sin hurgar dentro de otras poéticas disfrazadas, pero el resultado es invariable: poesía a granel, al por mayor, corriente.

© Manuel Sosa

lunes, 21 de agosto de 2017

Heráldica muerta

Tuvieron que desplegarlo sobre la hierba,
dibujo urdido por un paria y su cálamo,
los tintes alegóricos
para abrirle los ojos al público cautivo:

Esto que ven, rojo como el barniz ideal,
viene a ser la dilatación del triunfo
cuando decide labrarse peldaños, y sube,
sube lento a los desvanes
y se plasma en la acuarela que ayer fue sangre.

Este otro, azul de labios taciturnos,
se disuelve en la tinta que gastan los escribas
para exaltar los contragolpes: cobalto y Poder,
cicatriz y sumisión. 

Y ese vacío, blanco que nada cubre, grabado
en las pupilas,
es nicho neutral que refleja el sol
una vez por día,
iluminando apenas la sala del manicomio, como cruz
que marca el sitio donde arrojarán nuestras vestimentas.

Tuvieron que tenderla, lámina que desgarraron otros,
para mostrar el efecto de los símbolos sobre las hordas
que huían de la catástrofe.

Breves y lánguidos, sumidos en la ofuscación de lo real:
así nos definen aún, nos ciegan los colores del fracaso.

© Manuel Sosa

viernes, 18 de agosto de 2017

Escritura de taller o Cómo arreglar al pobre Cervantes

Los talleres literarios constituyen una manera de adiestrar a los que creen tener capacidades escriturales. Son una vieja y universal (más de lo que creemos los cubanos) manera de domar el estilo y la redacción. En nuestro país cuentan con abnegados defensores, que les mantienen vivos a fuerza de debates y reencuentros, con lecturas competitivas, clases y ejercicios retóricos.
   Existen tres posturas bien definidas con respecto a su utilidad:
   a) un taller literario sirve para limar y tachar, para mejorar un texto con las observaciones de sus integrantes.
   b) sirve de alguna manera como tertulia y punto de encuentro entre personas afines.
   c) quien no es capaz de juzgar sus propios textos con mirada implacable, mejor que deje de escribir.
   Y así, entonces, existe el tertuliano pragmático, que cree un poco en cada una de las tres teorías y aprovecha lo que puede de ellas: lee públicamente un trozo recién escrito y del que duda aún, comparte con sus semblables todo lo extraliterario que le espolea por dentro, se convence de que su escritura es superior a los demás y de que no regresará a otra sesión.
   En Cuba, este tertuliano es el que más abunda. Ciertos escritores no pueden apartarse del todo de este influjo/reflujo que los mantiene en contacto con un grupo afín. Y cuando se trata de concursos (los llamados Encuentro Debates) asisten en calidad de jurados o de contendientes, pues podrán ocupar la habitación de un motel, comer bien y tratar con escritores de prestigio nacional e internacional. Para los guantanameros, es la única manera que tienen de compartir con sus colegas pinareños, para poner el ejemplo más extenso.
   La lírica y la narrativa que se escriben dentro de las fronteras nacionales, con varias excepciones, están signadas por retóricas y temáticas de las que no es conveniente salir si se quiere obtener reconocimiento. El modesto taller literario se ha expandido hasta convertirse en el Gran Molde que sombrea nuestras letras. Y hablo figurativamente. Sin embargo, la mentalidad de taller sigue acechando y firmando páginas y páginas irreprochables desde el punto de vista formal.
   Hace unos años, seguí una breve polémica publicada en la red, entre un renegado del Taller de técnicas narrativas que dirige el escritor Heras León y varios discípulos (y uno que intentó hacer de árbitro). De ella pude extraer lo siguiente:
   -ciertos escritores aún se resisten a normas prescriptivas;
   -se sigue confundiendo mecenazgo con magisterio;
   -si Cervantes hubiese asistido a un curso de narrativa, hubiera escrito mejor (según los talleristas);
   -se siguen barajando los premios como símbolo de calidad literaria;
   -el gradiente de amistad sigue impidiendo el uso de una crítica, sea amable o no;
   -se aplica el término de egresado a quien culmine dicho curso o taller (¡egresado!);
   -cuando se cuestionan cátedras o figuras representativas como Heras León se cede tiempo al “enemigo”.
   Menciono esta polémica por tratarse, en su mayoría, de talleristas. Y siendo tales, no demuestran ni un ápice de lo aprendido, pues su egresado virtuosismo no se distingue por parte alguna. Quizás se informaron sobre ciertas normas narrativas, quizás hayan aprendido a contar una historia con la tolerable efectividad. Pero no saben esgrimir y defender un argumento a través de la prosa. Un taller de formación narrativa debería incorporar técnicas periodísticas, y abordar el ensayo, el artículo; ocupar al discipulado en leer poesía, teatro, testimonios; obligarlos a debatir entre sí, asignando roles opuestos; sumergirlos en problemas de lógica y teología, por ejemplo.
   El taller literario es aprovechable si logra ejercitar la razón. La palabra es mero vehículo. Y aunque lo dudemos, es un privilegio.
   Así entonces, imaginemos que el poema siguiente se hubiese presentado a una sesión de adiestramientos retóricos. La avalancha de objeciones hubiese hundido al autor, uno de nuestros grandes poetas, en el descrédito mayor. No hubiera pasado de una sesión municipal.

“Como le pesa más el hombro izquierdo,
está allí, enredado en la reja de sus pies,
el idiota. Vuelve a su abecedario desleído,
agua con hilachas marchosas y cáscaras sedosas.
Este idiota está dañado, se entrega empujando
al revés, a los merengues corporales; babea
sobre el phalus impudicus, babea
sobre los manchones de la retrasada tosferina;
babea sobre las tumultuosas enmiendas de la plana.
La mosca huye a Terranova para evitar el babeo.
Bob, Bobby, La boba tiene cuenta corriente,
abre cuenta corriente, babea el billete
de pago por babear otro cuerpo.
No sabemos dónde está, La boba
escarba en los hormigueros coliflores.
En el tercer acto de Giraudoux,
en el servicio tiznado de marmolite granadino,
babea lentamente las excelencias de una sílaba,
o cubre en Le mouton sans fleur con baba de piedra
dos perdices rosadas con mandarina almendraleja.
"Oiga, usted se le parece tanto que le ordenamos
la siesta, oiga, oiga."
Enreda con baba la filológica lectura
y pregunta por Ivan Yusuf La Condamine.
Sobre su rostro el santón bosteza las nubes de sus parábolas”.

miércoles, 16 de agosto de 2017

Estética de Poder

Nos despierta,
nos obliga a revisar los desvanes
(lo que el Canon desecha).

Luces
y sombras
cubriendo la armazón
condenada a no ser,
a faltar
cuando enumeren
virtudes
porque toda representación
es menos misterio
que estigma.

Que nadie se engañe reclamando
el vacío o la desmemoria,
ni un ruego, ni un argumento
que seduzca.

Es ahora el sabor
que no encontramos 
en este fruto perfumado.
Se muestra en las versales,
en las insinuaciones;
vienen figuras sepias
a entorpecer la trama.

La repulsa de ayer regresa
como penitencia,
y es un olor que insiste,
el campo sobrevolado por cirros
y basura quemada,
para acomodarse
de una vez 
en la memoria.

Si nos dejara proseguir,
que no es relente
y menos planicie
atrayendo cuerpos,
sino una extraña obligación,
atmósfera del sopor,
donde se lee
y se manifiesta otro país,
de un libro a otro,
en la montaña de hojarasca
que con paciencia
siguen
levantando.

© Manuel Sosa

lunes, 14 de agosto de 2017

Mi biblioteca: un cuerpo roto

Con el pretexto de las reformulaciones dejé mi biblioteca en Cuba. Una biblioteca que fue haciéndose sin criterio selectivo, pero que a los pocos años ya rechazaba ciertos manuales y el ocasional vademécum que nos ilustraba sobre tantos rudimentos. Mi colección fue apoderándose de nuevas habitaciones. Libros comprados en aquellos pueblos minúsculos, donde nadie sabía de qué tesoros se desprendían por un par de billetes. Libros robados a inocentes escuelas y casas de cultura. Libros prestados que no devolvimos. Recuerdo a mi madre repasando los lomos cobrizos, con el plumero en alto y encogiéndose de hombros. Mi peculiar forma de ordenarlos me consumía noches y noches. Se dice que Lezama Lima les rogaba a sus amigos que no le colocasen junto a ciertos autores. El temor a las infaustas confluencias o el mero símbolo que podía representar un Dador junto a un Sóngoro cosongo. Yo dejaba que Lorca y Roa se husmeasen por semanas enteras, o que Manuel Cofiño se recostase al tronco de Tolstoi, por ver si la cualidad era traspasable. También pude expulsar libros que ya no convenía mostrar, y que habían ocupado espacio sólo para estar a tono con el diapasón de la diversidad. Me deshice de Lenin y Shólojov, para vengarme de alguien o algo. Llegó el momento en que tuve que regalar algunos volúmenes que sobraban. Sospechosamente, alguien me robó de una vez Rebelión en la granja, 1984 y Fuera del juego. A mi casa entraban los amigos verdaderos y los amigos disfrazados, que me atendían y bebían mi vinillo de cerezas. Por necesidad tuve que vender mis tres ejemplares de Verbum y la edición príncipe de Arabescos mentales. Mi primera mujer, que era pentecostal, quemó El Anticristo y nunca encontré pruebas para acusarla. Cuando tuve que renunciar a todo, preferí regalar cada ejemplar, salvo aquellos firmados por los autores, antes que el azar dispusiese de ellos. Creo que podemos reconciliarnos con un paisaje, con un lapso, con un modo. Sin embargo, nadie recupera esa densidad y resistencia que es alimentar una biblioteca. No podría gastar de nuevo esa energía. Yo prefiero vivir con sus fragmentos, con los restos del naufragio, con su cuerpo roto.

© Manuel Sosa

viernes, 11 de agosto de 2017

Sobre la utilidad de los puntos de fuerza: La poesía de Sonia Díaz Corrales

Después de la eclosión de los términos, llegado otro ciclo, se vuelve a la serenidad de la denominación, agotados los foros y los enfoques de una crítica desnortada. Así hablamos de divisiones generacionales, que en Cuba y su dispersión auxilian con facilidad a quienes pretendan trazar un mapa de poesía contemporánea. Se mide todo con esa regla generacional, y también se arman antologías temáticas, genéricas; se apoyan en criterios donde va bullendo desde el fondo un matiz político, un trazado estético, una actitud de manifiesto que se redacta contra la casta anterior o la retórica vigente. De modo que se ha producido un entrecruzamiento tan vivaz como profuso donde nadie mira al poeta en sí, sino al sujeto en su sentido de pertenencia, en su calidad de pieza intercambiable, en sus virtudes como punto de fuerza de alguna tesis. Por ejemplo, a la llamada Generación del Ochenta se le enumeran, como a todas, virtudes y vicios que terminan enturbiando a cada individualidad, como una herencia que pesa en la sangre; y si tomáramos de unos y otros, que a veces pueden ser ambivalentes e intercambiables, quedarían de tal suerte: prurito verbal y conceptual; excelencia formal y regreso a las formas tradicionales; deudas visibles (Orígenes y cierta zona de su resaca); un diapasón tan amplio que acoge desde las serenidades más convenientes, pasando por el verso abigarrado y desbordante, hasta  las crispaciones más insólitas y neovanguardistas; asimismo una devoción por ciertos autores (y su rescate) injustamente devaluados por políticas culturales. Pero habría que agregar otra virtud/vicio: la dependencia emocional de un país que se sigue esfumando.
   Por más que se ha tratado de descalificar tal dependencia, esas llamadas generaciones se han sometido de diversas maneras: refundaciones teleológicas, la escritura de responsabilidad social, el verbo como alternativa a una realidad plana y fatigosa, la negación de nociones telúricas y circulares, el sacrificio del lenguaje en aras del concepto cuando se pretende negarlo todo… Los del Ochenta, retados por tónicas “coloquiales” y comprometidas, tuvieron que sortear otra prueba decisiva: su relación con el Poder. Más que quienes les antecedieron, que terminaron plegándose en masse a toda directriz, vieron cómo las escisiones hubieron de definirles. Y sus carreras fueron coronadas por uno de estos emblemas: exilio, insilio u oportunismo. Pero como todo aserto tiene sus excepciones, pienso que el enfoque generacional se desvanece cuando damos con esos ejemplos que lo desvirtúan y cuando comprobamos que es posible desasirse de los tres, siguiendo la línea ascendente de una carrera, de un destino cumplido en la poesía.
   Pienso en ese curioso vocablo: “inalterable” para pensar en la escritura de Sonia Díaz Corrales, desde aquellos días en que sobresalir no significaba ser efectista ni regodearse en un tono que no se apartara del Tono, y luego permanecer como marca obligada en una literatura cada vez más dispersa. Inalterable pese a los caprichos de la balanza; inalterable pese al ojo del Poder que observaba siempre, listo para premiar el mimetismo o enmendar su carencia; inmutable ante el escenario natural y el paisaje de los otros… Si tuviera que imaginar un asta que sobrevive a los designios de la naturaleza, un punto de fuerza que impide al mapa flotar y perderse, usaría el referente de su extraña resistencia. En una época en que la poesía se atenuaba en el pretexto del libro, en esa concreción artificiosa que podía ser un cuaderno, Sonia se valía del poema como unidad y justificación en sí. Eso explicaría con el tiempo su manera de ser visible, en colecciones, revistas y antologías más que en libros propios. El efecto de un poema como “Ya más nunca mágica”, su firmeza entre tanto espejismo retórico, vale tanto o más que un cuaderno típico de aquellos años.
   Y es que la unicidad no se nutre del esfuerzo cuando tratamos de poesía. Se habla de generaciones y corrientes para comprender que, por suerte, Sonia Díaz Corrales no exhibe sello de nada. Su obra pudiera participar de una expresión directa y conversada, pero su latir, su pulso nos lleva por el camino del donaire: el lenguaje que revela su otro fondo expresivo. Pudiera entreverse un dejo de melancolía, de amargura, pero no es tal, sino un peculiar desamparo que se contiene en la serenidad, en la confianza con que enuncia, y que es su mejor asidero. Pudiera atisbarse algo de esa temida femineidad, pero su sentimiento atraviesa el núcleo de la ilusión humana, cuando se rompe, sin demarcaciones de género. Desde su segundo libro, “Diario del grumete”, Sonia fue capaz de esbozar una épica del viaje y el aprendizaje, y componerla con trozos de esmerado lirismo, augurando el naufragio y exilio que no tardaría en sobrevenir. Aquí no podremos anotar lenguaje adusto o ironía expresa, pues su verso es una mezcla singular de gracia y oficio. Sonia sabe convocar efectos y fluidez, llevar las cadencias hasta el término que desea, y sabe dar sentido a cualquier letanía que procure adicionar para su causa. Casi una paradoja, le ha dado cauce a la súplica dentro de la dignidad, al desgarramiento dentro de la resignación, y ha mirado a la pérdida como otro sacramento que encausa la palabra, para redimir a quien ya no busca ni pregunta.
   De ahí el argumento inicial, pues nada seduce o desvía a la línea que insiste en su trazado, el punto de fuerza que se sostiene sobre el caos, por gracia de su centro que irradia con energía propia. Es como decir que allí el viento no erosiona la tierra; es como decir que Sonia Díaz Corrales sigue imperturbable, y no cede su sitio.

© Manuel Sosa

miércoles, 9 de agosto de 2017

El Cervantes como limosna

¿Quién puede ubicar la linde escurridiza donde se inició el declive de los Premios Cervantes? ¿El nuevo milenio y el caos de la literatura en español? ¿O fue la concepción misma (o el capricho académico) de usar el Atlántico como tabique que separase las dos categorías: peninsulares y americanos? Un guiño del ojo paciente, otro del ojo enardecido: ¿fue esa la razón?
   Porque ahora nos trae, casi como guirnalda funeral, este premio al bueno de Juan Gelman, a quien todos sospechábamos insepulto pero tranquilo, en paz con su suerte de hacedor menor. Le ha venido el famoso lauro como mascarilla, como confirmación de que la justicia puede ser un roce casi impalpable y caballeroso: señor mío, es suyo este cetro postrero, así que apriételo firme aunque le tiemble el pulso.
   Cuesta abajo y sin frenos, el Premio Cervantes ha comenzado a resultar accesible para ciertos estratos de nuestra literatura más placentera. Como pudieron salvar el escollo de García Márquez, quien les quitó responsabilidad hace ya tiempo: “Después del Nobel, no me hace falta nada más”, ahora se dedican los catedráticos al juego de las reinserciones. Comenzando por Gelman, luego de unos cuantos años de palidez compensatoria, no andan lejos de barajar los nombres de sus hermanos de causa: Mario Benedetti, Ernesto Cardenal, poetas de lo cotidiano y lo inmediato. Y de lo efectivo.
   Ah, la poesía latinoamericana, de donde partieron las lecciones que reformaron la prosodia dictada por el cansancio de las formas. Esa poesía diáfana, tan dispuesta a ser declamada ante la gente común, copiada a lápiz y luego revertida sobre el inconsciente que se hace mito al final. Juan Gelman representa todo lo que permanece físicamente cuando se disipan los frutos de la intrepidez. No vamos a tener otro siglo de Darío, Vallejo, Huidobro, Lezama, Paz y Borges. Ahora que no queda nadie, no resulta mala idea alumbrar los reversos, levantar los cantos y revisar los despachos.
   Miren si no: alzaron una cortinilla estampada, buscando afanosos, y allí encontraron acuclillado a un redactor de versos que habían olvidado. Y le encasquetaron el premio gordo de la Lengua.

© Manuel Sosa

lunes, 7 de agosto de 2017

Viaje al Poeta

Había que encontrarle un punto de evasión a la lírica nacional. No era escasez de poetas y libros, pues el Estado garantizaba su continuidad usando todo tipo de maniobras: becas, ediciones, sueldos, cursos, inducciones… Pero el exceso de poesía era, en consecuencia, un exceso de retórica y artificios. Los filólogos nadaban en tales afluentes, sabiendo que perseguían una estela circular, donde la extrañeza y el desasosiego se dejaban apenas entrever. Demasiados poetas convencionales y ninguno visionario. Si se alteraba su estado de placidez, insistían, los poetas alterarían el discurso. Si se provocaba una crisis, aunque mínima, alguna fórmula tendría que romperse. El colegio de filólogos redactaba su propuesta formal al Estado, tomando el espíritu de la nación como divisa: se precisaba una grieta saludable, una chispa redentora.
   Fue entonces que alguien mencionó el nombre de Ciro Levi, el poeta olvidado del Norte, a quien una minoría veneraba por representar el discurso contrario. Pese a no estar vedado oficialmente, su aislamiento y sus misteriosos libros le garantizaban la necesaria credibilidad.
   —No será difícil rescatarle — aseguró el presidente del colegio, y propuso una entrevista minuciosa como punto de partida.
   Tras el cortés intercambio de telegramas, Ciro Levi aceptó la audiencia y prometió responder todas las preguntas. Los corresponsales fueron elegidos por su juventud y agudeza. Viajaron un día entero por las provincias hasta dar con la humilde y vistosa hacienda del Poeta, quien los recibió amablemente y les ofreció té de Ceilán. Era un hombre todavía fuerte, delgado y muy expresivo. Fue así que abrió sus compuertas:
   —Escribo todos los días. Es la parte más importante del ritual. Un poema por jornada. Os mostraré las carpetas que archivo. Hoy escribiré algún poema corto, debido a vuestra interrupción. Es interrupción grata, no os preocupéis. Llevo contabilidad de mi obra: 7 341 poemas, 117 ensayos y 15 piezas narrativas. ¿Qué os parece? Escribo de lunes a sábado, el domingo corrijo y archivo todo el trabajo de la semana. Por supuesto, ser metódico ha sido otra manera de sobrevivir los inconvenientes físicos. Recibo pensión de la provincia y no gasto en placeres efímeros. Hago el amor dos veces por semana y recibo a mis pocos amigos una vez al mes. Mi poesía, no lo dudéis, es innovadora y difícil. No sólo en el concepto, sino en lo visual. No carezco de temas, no. A mi edad, hasta el simple hecho de defecar es poetizable. Mis achaques, mi ingenio siempre enhiesto, mis pérdidas, mi asombro ante las cosas cotidianas…Todo es poetizable, amigos. Ved, no siempre escribo en la maquinilla. Algunos poemas merecen la pluma sobre el pliego, esa antigua comunión. Por supuesto, son piezas que subasto cuando viajo a la ciudad. Mi obra es patrimonio y privilegio. Y aún…
   El filólogo más joven se levantó de su asiento y sonrió con amabilidad.
   —Perdón, tengo que buscar la grabadora para la entrevista —y se dispuso a abrir la puerta.
   —Un momento, amigos —repuso el Poeta—, yo creía que la entrevista había comenzado. ¿Tendré que repetir lo que ya he dicho?
   —No hay problema. Ahora tenemos mejor idea de las preguntas que le haremos, y ahorraremos tiempo. Podrá incluso escribir un poema largo, si así lo prefiere. No queremos que por culpa nuestra su poema 7 342 se quede corto…

© Manuel Sosa

viernes, 4 de agosto de 2017

Traducir con propiedad

Me he encontrado este curioso poema en una antología. Me llamó la atención por el tema que trata, la propiedad terrenal (los bienes raíces), algo que tanto se ha discutido en estos días, gracias al colapso económico actual. Pues resulta que al adquirir una propiedad nos hacemos dueños del espacio aéreo y subterráneo (con limitaciones, por supuesto) que le atañen. O sea, que compramos la casa y el haz intangible que se proyecta en ambas direcciones. Todo un negocio, participar del infinito con un título en la mano, mirando la bóveda celeste, y plantados sobre el extremo de un cono que va achicándose hacia el centro de la tierra. ¡Otra buena razón para no alquilar!
   William Empson fue un gran crítico inglés y poeta ocasional. Admirado por su inteligencia y mordacidad, y fustigado por su vida excéntrica (“bufón con licencia”, se llamó a sí mismo), se especializó en Milton, Shakespeare, el drama isabelino y los poetas metafísicos.

FICCIÓN LEGAL, un poema de William Empson (1906-1984)

La ley hace que la corta estacada del hombre apunte al infinito.
Tu bien cercada propiedad mental
no se distingue desde la altura de un apartamento común,
ni los trenes la sobrepasan.

Tus derechos se extienden por debajo y por encima de tu heredad
sin hallar confín; posees terrenos en el cielo y el infierno;
tu porción de superficie y su masa es la misma,
y todo el volumen del cosmos y los astros por igual.

Tus derechos penetran allí donde convergen todos los propietarios,
en el cónclave exclusivo del infierno, al centro de la tierra
(la raíz punzante de tu hacienda reside aún en tal eje);
y sube alto, atravesando galaxias, cual sector creciente.

Pero de nómada sigues; el haz de luz guía que posees
centellea, como el Lucífero, a través del firmamento.
El eje de la tierra cambia; tu oscuro cono central
agita la sombra de un candil, a lo lejos.

miércoles, 2 de agosto de 2017

¿Qué hacer cuando se tiene un Pedro de la Hoz?

La diversidad, para que cobre sentido, tiene que crear feligresía como mismo se adquiere un gusto reacio al paladar, paso a paso, venciendo resistencias. La diversidad, asimismo, nos cobra siempre un precio alto: para tener un Rafael Alcides es preciso mantener a diez Iroeles Sánchez; para ostentar un Delfín Prats se necesitan por los menos quince Nancys Morejón.
   De modo que nadie espere un escenario con actores balanceados ni audiencias unánimes cuando se pretenda imaginar el país del día después. Debemos agradecer a la chusma cubana, la que se ocupa de golpear a ciudadanos desarmados, su propia existencia. Nos sirven de recordatorio del instrumental que debemos calibrar a la hora del retrato de grupo. Son los cubanos que representan la podredumbre de un sistema que se aferra a la sobrevida como un perro al hueso mesozoico.
   Ellos existen, cargan con su miserable humanidad para hacer la contrapartida del otro extremo: los cubanos que ya cortaron sus hilos para no ser marionetas de nadie.
   No estaría mal un poco de justicia inmediata (de justicia práctica) que aplicar a esa chusma. Sin embargo, recuérdese que la justicia se viste de ironías y sutilezas. Basta visitar la isla, y constatar el modo en que el fango se ha impuesto como hábitat natural. Allí los ves, famélicos y envejecidos pobladores que aguardan en fila su ración mugrienta, atentos al silbido del amo. Esos son los que ayer usaban huevos y tomates como proyectiles, los que apedreaban casas y propinaban golpizas a cualquier infeliz que pretendiese escapar del hato.
   El escarmiento ha sido minucioso y ejemplar: un huevo se ha convertido en lujo para estos pordioseros.
   Más sutil ha sido el laxativo de ese personaje, un asalariado del gobierno, que se llama Pedro de la Hoz. Pues vean: quien quiso alguna vez ser escritor de renombre, firmando versos y fabulillas, ha terminado como redactor de justificaciones en el órgano oficial de una dictadura que no se avergüenza de acorralar madres y esposas. Le ha tocado explicar, a través de una columna infame, las razones oficiales para agredir a quienes se manifiestan contra el Sátrapa. “Una contundente respuesta verbal”, nos dice este mastín cultural. Y dice más: “La serenidad, la firmeza y el civismo de nuestro pueblo…”
   Es la misma serenidad y firmeza que han usado siempre, sobre todo para propinar palizas a mujeres y ancianos.
   ¿Qué hacer cuando tenemos un Pedro de la Hoz? Habrá que conformarse, por ahora, con saber que la existencia de cien Pedros de la Hoz es el precio que se paga por haber tenido un Oswaldo Payá.

© Manuel Sosa