Al poeta suele vinculársele en demasía a su propia
transfiguración, la que borra su silueta civil al reinventarla sobre un fondo
de ecuaciones piadosas: libro, medida, imagen. Con relativa frecuencia
conocemos al poeta en persona, y ello no interfiere en el proceso de asimilar
sus perspectivas, porque sujeto y emanaciones se complementan. Palparle y
respirar su propio aire es otra manera de leerle, por decirlo así, al atribuir
el peso de las palabras a otro tipo de razón encarnada en planos conmensurables.
Hojeamos y repasamos el libro, y cuando el azar nos trae a la persona real ya
creemos conocerle de otro tiempo o lugar. Tal pareciera que su fisonomía y
gestualidad le sirven para recalcar lo que ya fuese plasmado en versos. En él
descansa el propiciar ese desprendimiento, que puede ser recíproco: ciertos
hombres evaden el representarse en cuerpos escriturales, porque no todo juicio
es dado a la transcripción. Es lo que llaman vivir en y desde la poesía, sin
tener que manifestarla en lo visible.
Para los
que trazan una franja entre verbo y existencia, no siendo por ello menos
afortunados, propiciar la corporeidad del Sentido (pujante mensaje que
mortifica y consume al heraldo, mensaje hecho letra y ritmo oscuro) viene a
convertirse en su carga personal. Y pese a lo estricta que pueda ser esa
franja, el poeta denuncia en su físico y sus maneras al hombre que versifica y
se preocupa por los alardes lexicales que presupone la lírica. Nótese, sin
embargo, que los ensayistas y los narradores consiguen mezclarse, sin atraer
sospechas, entre la gente común. Siempre como salvedad, al bardo le corresponde
transparentar una porción de lo que se tramita en las sombras. Quizás sea
porque trabaja con generalidades, con estados que emulan el milagro de lo esférico.
Quizás porque la metáfora contagia y no sabe llevarse con el cuerpo.
Este poeta,
que es todos los poetas, hubiese podido evitar la poesía sin grandes
sacrificios. El grado de inconformidad para asumir lo que un tono modulaba y lo
que aquella peculiar sintaxis codificaba, le impedía pactar con las
estructuras. Llegado el momento de enunciar lo preciso, ninguna configuración
le resultaba útil. Y así no era posible escribir versos, ya que se debía
aceptar la premisa de que las palabras nunca le servirían para atisbar más allá
de ciertos muros. Con tal certeza, era tentadora la contraoferta: no escribir
nunca, atestiguar de otras maneras más convincentes.
A este
aprendiz le resultaba fácil aquietarse en medio de cualquier plaza poética.
Mientras sus cofrades recitaban e intercambiaban tonalidades provechosas,
fingía atender y seguir las pautas, sin mostrar sus ejercicios emborronados.
Mejor callar que asumir un rol de connotaciones tan prácticas: la poesía era
más bien una contraseña de acceso a lo esotérico, como recetario de
supervivencia. Bastaba recorrer la pasarela con gesto hastiado, un guiño, un
sonrojo, y la atmósfera provinciana haría lo demás.
Pero la
escritura, como toda imposición, termina por convertirse en hacinamiento (en
confidencia, página sobre página) que se precisa purgar o revelar. Así el
poeta, penetrando círculos, supo departir y reconocerse en voz de otros,
constatar la endeblez del tegumento retórico que les encandilaba, y por fin
encontrar su singularidad, su propia gradación.
El
resultado no será discernible en un libro particular, ni en ciertos textos que
se pudieran prestar al antologador que busque distintivos. Toda su obra está
marcada por el sacrificio del pudor, como confesión inusitada y que ningún
lector hubiese pedido de antemano. Nadie espere encontrar desvelamiento
semejante en otro contexto que no sea el que propicia la literatura. Es una de
esas contradicciones del arte: la poesía como jactancia expresiva y como carta
de relación descarnada. Detallar el ultraje de un modo perdurable, eficaz.
Mientras,
seguimos comprobando que un argumento oblicuo puede servir de costra a los más
esforzados escribientes para disfrazar su indigencia: cartujas armadas con
bibliografías, melancolía bulliciosa, épica de repisa, patriotismo de buró,
conceptismo de fascículo. El yo poético salva su cuadrante y territorio, y se
reparte en libros que el Estado administra con suave cautela. Vendible o no,
legible o no, este verbo inmune no busca humillarse sino mejorar el viso de sus
portadores.
He ahí que
debemos hacer pausa ante el desterrado, quien aparenta comulgar con este
territorio desde la distancia. Y nada más falso. Quien estudie sus escritos
comprobará cuán reales son su cartuja y su desamparo, por eso de usar la propia
carne como peaje o escarmiento. Su personaje, siempre él mismo, siempre
vencido, se ha formado en la convicción de que escribir es ceder, exteriorizar
las torpezas, aislarse aún más.
Su poesía
ejemplifica la belleza de la desolación, como dádiva o castigo, cuando se
eliminan las dos o tres trabas que impiden la verdadera toma de dictado. Libre
de los hilos, transvasado, casi a salvo de fiscalizaciones, desandando los
axiomas de la siempre extraña Sjæland, el poeta carga consigo el cristal
vidriado del discernimiento, enterado ya de que nada podrá saciarle.
© Manuel Sosa
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