Con el pretexto de las reformulaciones
dejé mi biblioteca en Cuba. Una biblioteca que fue haciéndose sin criterio
selectivo, pero que a los pocos años ya rechazaba ciertos manuales y el
ocasional vademécum que nos ilustraba sobre tantos rudimentos. Mi colección fue
apoderándose de nuevas habitaciones. Libros comprados en aquellos pueblos
minúsculos, donde nadie sabía de qué tesoros se desprendían por un par de
billetes. Libros robados a inocentes escuelas y casas de cultura. Libros
prestados que no devolvimos. Recuerdo a mi madre repasando los lomos cobrizos,
con el plumero en alto y encogiéndose de hombros. Mi peculiar forma de
ordenarlos me consumía noches y noches. Se dice que Lezama Lima les rogaba a
sus amigos que no le colocasen junto a ciertos autores. El temor a las
infaustas confluencias o el mero símbolo que podía representar un Dador junto a
un Sóngoro cosongo.
Yo dejaba que Lorca y Roa se husmeasen por semanas enteras, o que Manuel Cofiño
se recostase al tronco de Tolstoi, por ver si la cualidad era traspasable.
También pude expulsar libros que ya no convenía mostrar, y que habían ocupado
espacio sólo para estar a tono con el diapasón de la diversidad. Me deshice de
Lenin y Shólojov, para vengarme de alguien o algo. Llegó el momento en que tuve
que regalar algunos volúmenes que sobraban. Sospechosamente, alguien me robó de
una vez Rebelión en la
granja, 1984 y Fuera del juego. A mi casa entraban los amigos
verdaderos y los amigos disfrazados, que me atendían y bebían mi vinillo de
cerezas. Por necesidad tuve que vender mis tres ejemplares de Verbum y la
edición príncipe de Arabescos mentales. Mi primera mujer, que era
pentecostal, quemó El Anticristo y nunca encontré pruebas para acusarla.
Cuando tuve que renunciar a todo, preferí regalar cada ejemplar, salvo aquellos
firmados por los autores, antes que el azar dispusiese de ellos. Creo que
podemos reconciliarnos con un paisaje, con un lapso, con un modo. Sin embargo,
nadie recupera esa densidad y resistencia que es alimentar una biblioteca. No
podría gastar de nuevo esa energía. Yo prefiero vivir con sus fragmentos, con
los restos del naufragio, con su cuerpo roto.
© Manuel Sosa
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