Después de la eclosión de los términos, llegado otro
ciclo, se vuelve a la serenidad de la denominación, agotados los foros y los
enfoques de una crítica desnortada. Así hablamos de divisiones generacionales,
que en Cuba y su dispersión auxilian con facilidad a quienes pretendan trazar
un mapa de poesía contemporánea. Se mide todo con esa regla generacional, y
también se arman antologías temáticas, genéricas; se apoyan en criterios donde
va bullendo desde el fondo un matiz político, un trazado estético, una actitud
de manifiesto que se redacta contra la casta anterior o la retórica vigente. De
modo que se ha producido un entrecruzamiento tan vivaz como profuso donde nadie
mira al poeta en sí, sino al sujeto en su sentido de pertenencia, en su calidad
de pieza intercambiable, en sus virtudes como punto de fuerza de alguna tesis.
Por ejemplo, a la llamada Generación del Ochenta se le enumeran, como a todas,
virtudes y vicios que terminan enturbiando a cada individualidad, como una
herencia que pesa en la sangre; y si tomáramos de unos y otros, que a veces
pueden ser ambivalentes e intercambiables, quedarían de tal suerte: prurito
verbal y conceptual; excelencia formal y regreso a las formas tradicionales;
deudas visibles (Orígenes y cierta zona de su resaca); un diapasón tan amplio
que acoge desde las serenidades más convenientes, pasando por el verso
abigarrado y desbordante, hasta las
crispaciones más insólitas y neovanguardistas; asimismo una devoción por
ciertos autores (y su rescate) injustamente devaluados por políticas
culturales. Pero habría que agregar otra virtud/vicio: la dependencia emocional
de un país que se sigue esfumando.
Por más que
se ha tratado de descalificar tal dependencia, esas llamadas generaciones se
han sometido de diversas maneras: refundaciones teleológicas, la escritura de
responsabilidad social, el verbo como alternativa a una realidad plana y
fatigosa, la negación de nociones telúricas y circulares, el sacrificio del
lenguaje en aras del concepto cuando se pretende negarlo todo… Los del Ochenta,
retados por tónicas “coloquiales” y comprometidas, tuvieron que sortear otra
prueba decisiva: su relación con el Poder. Más que quienes les antecedieron,
que terminaron plegándose en masse a toda directriz, vieron cómo las escisiones
hubieron de definirles. Y sus carreras fueron coronadas por uno de estos
emblemas: exilio, insilio u oportunismo. Pero como todo aserto tiene sus
excepciones, pienso que el enfoque generacional se desvanece cuando damos con
esos ejemplos que lo desvirtúan y cuando comprobamos que es posible desasirse
de los tres, siguiendo la línea ascendente de una carrera, de un destino
cumplido en la poesía.
Pienso en
ese curioso vocablo: “inalterable” para pensar en la escritura de Sonia Díaz
Corrales, desde aquellos días en que sobresalir no significaba ser efectista ni
regodearse en un tono que no se apartara del Tono, y luego permanecer como
marca obligada en una literatura cada vez más dispersa. Inalterable pese a los
caprichos de la balanza; inalterable pese al ojo del Poder que observaba
siempre, listo para premiar el mimetismo o enmendar su carencia; inmutable ante
el escenario natural y el paisaje de los otros… Si tuviera que imaginar un asta
que sobrevive a los designios de la naturaleza, un punto de fuerza que impide
al mapa flotar y perderse, usaría el referente de su extraña resistencia. En
una época en que la poesía se atenuaba en el pretexto del libro, en esa
concreción artificiosa que podía ser un cuaderno, Sonia se valía del poema como
unidad y justificación en sí. Eso explicaría con el tiempo su manera de ser
visible, en colecciones, revistas y antologías más que en libros propios. El
efecto de un poema como “Ya más nunca mágica”, su firmeza entre tanto espejismo
retórico, vale tanto o más que un cuaderno típico de aquellos años.
Y es que la
unicidad no se nutre del esfuerzo cuando tratamos de poesía. Se habla de
generaciones y corrientes para comprender que, por suerte, Sonia Díaz Corrales
no exhibe sello de nada. Su obra pudiera participar de una expresión directa y
conversada, pero su latir, su pulso nos lleva por el camino del donaire: el
lenguaje que revela su otro fondo expresivo. Pudiera entreverse un dejo de
melancolía, de amargura, pero no es tal, sino un peculiar desamparo que se
contiene en la serenidad, en la confianza con que enuncia, y que es su mejor
asidero. Pudiera atisbarse algo de esa temida femineidad, pero su sentimiento
atraviesa el núcleo de la ilusión humana, cuando se rompe, sin demarcaciones de
género. Desde su segundo libro, “Diario del grumete”, Sonia fue capaz de
esbozar una épica del viaje y el aprendizaje, y componerla con trozos de
esmerado lirismo, augurando el naufragio y exilio que no tardaría en
sobrevenir. Aquí no podremos anotar lenguaje adusto o ironía expresa, pues su
verso es una mezcla singular de gracia y oficio. Sonia sabe convocar efectos y
fluidez, llevar las cadencias hasta el término que desea, y sabe dar sentido a
cualquier letanía que procure adicionar para su causa. Casi una paradoja, le ha
dado cauce a la súplica dentro de la dignidad, al desgarramiento dentro de la
resignación, y ha mirado a la pérdida como otro sacramento que encausa la
palabra, para redimir a quien ya no busca ni pregunta.
De ahí el
argumento inicial, pues nada seduce o desvía a la línea que insiste en su
trazado, el punto de fuerza que se sostiene sobre el caos, por gracia de su
centro que irradia con energía propia. Es como decir que allí el viento no
erosiona la tierra; es como decir que Sonia Díaz Corrales sigue imperturbable,
y no cede su sitio.
© Manuel Sosa
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