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viernes, 18 de agosto de 2017

Escritura de taller o Cómo arreglar al pobre Cervantes

Los talleres literarios constituyen una manera de adiestrar a los que creen tener capacidades escriturales. Son una vieja y universal (más de lo que creemos los cubanos) manera de domar el estilo y la redacción. En nuestro país cuentan con abnegados defensores, que les mantienen vivos a fuerza de debates y reencuentros, con lecturas competitivas, clases y ejercicios retóricos.
   Existen tres posturas bien definidas con respecto a su utilidad:
   a) un taller literario sirve para limar y tachar, para mejorar un texto con las observaciones de sus integrantes.
   b) sirve de alguna manera como tertulia y punto de encuentro entre personas afines.
   c) quien no es capaz de juzgar sus propios textos con mirada implacable, mejor que deje de escribir.
   Y así, entonces, existe el tertuliano pragmático, que cree un poco en cada una de las tres teorías y aprovecha lo que puede de ellas: lee públicamente un trozo recién escrito y del que duda aún, comparte con sus semblables todo lo extraliterario que le espolea por dentro, se convence de que su escritura es superior a los demás y de que no regresará a otra sesión.
   En Cuba, este tertuliano es el que más abunda. Ciertos escritores no pueden apartarse del todo de este influjo/reflujo que los mantiene en contacto con un grupo afín. Y cuando se trata de concursos (los llamados Encuentro Debates) asisten en calidad de jurados o de contendientes, pues podrán ocupar la habitación de un motel, comer bien y tratar con escritores de prestigio nacional e internacional. Para los guantanameros, es la única manera que tienen de compartir con sus colegas pinareños, para poner el ejemplo más extenso.
   La lírica y la narrativa que se escriben dentro de las fronteras nacionales, con varias excepciones, están signadas por retóricas y temáticas de las que no es conveniente salir si se quiere obtener reconocimiento. El modesto taller literario se ha expandido hasta convertirse en el Gran Molde que sombrea nuestras letras. Y hablo figurativamente. Sin embargo, la mentalidad de taller sigue acechando y firmando páginas y páginas irreprochables desde el punto de vista formal.
   Hace unos años, seguí una breve polémica publicada en la red, entre un renegado del Taller de técnicas narrativas que dirige el escritor Heras León y varios discípulos (y uno que intentó hacer de árbitro). De ella pude extraer lo siguiente:
   -ciertos escritores aún se resisten a normas prescriptivas;
   -se sigue confundiendo mecenazgo con magisterio;
   -si Cervantes hubiese asistido a un curso de narrativa, hubiera escrito mejor (según los talleristas);
   -se siguen barajando los premios como símbolo de calidad literaria;
   -el gradiente de amistad sigue impidiendo el uso de una crítica, sea amable o no;
   -se aplica el término de egresado a quien culmine dicho curso o taller (¡egresado!);
   -cuando se cuestionan cátedras o figuras representativas como Heras León se cede tiempo al “enemigo”.
   Menciono esta polémica por tratarse, en su mayoría, de talleristas. Y siendo tales, no demuestran ni un ápice de lo aprendido, pues su egresado virtuosismo no se distingue por parte alguna. Quizás se informaron sobre ciertas normas narrativas, quizás hayan aprendido a contar una historia con la tolerable efectividad. Pero no saben esgrimir y defender un argumento a través de la prosa. Un taller de formación narrativa debería incorporar técnicas periodísticas, y abordar el ensayo, el artículo; ocupar al discipulado en leer poesía, teatro, testimonios; obligarlos a debatir entre sí, asignando roles opuestos; sumergirlos en problemas de lógica y teología, por ejemplo.
   El taller literario es aprovechable si logra ejercitar la razón. La palabra es mero vehículo. Y aunque lo dudemos, es un privilegio.
   Así entonces, imaginemos que el poema siguiente se hubiese presentado a una sesión de adiestramientos retóricos. La avalancha de objeciones hubiese hundido al autor, uno de nuestros grandes poetas, en el descrédito mayor. No hubiera pasado de una sesión municipal.

“Como le pesa más el hombro izquierdo,
está allí, enredado en la reja de sus pies,
el idiota. Vuelve a su abecedario desleído,
agua con hilachas marchosas y cáscaras sedosas.
Este idiota está dañado, se entrega empujando
al revés, a los merengues corporales; babea
sobre el phalus impudicus, babea
sobre los manchones de la retrasada tosferina;
babea sobre las tumultuosas enmiendas de la plana.
La mosca huye a Terranova para evitar el babeo.
Bob, Bobby, La boba tiene cuenta corriente,
abre cuenta corriente, babea el billete
de pago por babear otro cuerpo.
No sabemos dónde está, La boba
escarba en los hormigueros coliflores.
En el tercer acto de Giraudoux,
en el servicio tiznado de marmolite granadino,
babea lentamente las excelencias de una sílaba,
o cubre en Le mouton sans fleur con baba de piedra
dos perdices rosadas con mandarina almendraleja.
"Oiga, usted se le parece tanto que le ordenamos
la siesta, oiga, oiga."
Enreda con baba la filológica lectura
y pregunta por Ivan Yusuf La Condamine.
Sobre su rostro el santón bosteza las nubes de sus parábolas”.

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